El barril de amontillado

Un Blog de Juan Granados. Algunos artículos y comentarios por una sociedad abierta.

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lunes, abril 09, 2007

De la Novela llamada histórica


“El lector no encontrará ningún basilisco que mate con la mirada, ni a un Hortentot sin religión ni modales ni lenguaje articulado, ni a ningún chino que sea cortés y tenga profundos conocimientos de ciencia, ni a héroes llenos de virtudes, siempre victoriosos e inmortales, y en caso de que aparezcan cocodrilos, el autor tratará de que no le causen pena cuando devoren sus presas”, Del prólogo a la novela “La costa más lejana del mundo”. Patrick O’Brian


Este lunes de pascua he sido amablemente invitado por Periodista Digital a participar en un animado debate que pueden seguir aquí, en torno a esa especie de eclosión de la novela histórica que está viviendo el mundo de la edición española. Junto a mi buen amigo Carmelo Jordá, moderador del coloquio, se encontraban en el estudio de TV los autores Josep Carles Lainez y Alan Ferrero, mientras el que suscribe se mantenía al quite telefónico para aportar lo que le iba pareciendo.

Lo cierto es que siempre he sostenido que una novela no ha de pretender ser otra cosa que una obra de ficción, por eso puede sobrarle cualquier apellido que se le quiera poner como “científica”, “negra” o “histórica”, pongamos por caso. Sin embargo, y aún sosteniendo vivamente lo anterior, para aquellos que gustan de guiños y complicidades, resulta claro que cuando se ha de retratar una época, una novela debe poseer una sólida base documental que aporte un cierto rigor a los datos que van hilvanando una buena historia. Esta forma de hacer proporciona, que duda cabe, una especie de valor añadido a la obra, que puede ser una de las razones que expliquen el éxito del género.

En efecto, un simple vistazo a las listas generales de ventas señala que el género de la narrativa histórica se encuentra siempre entre los preferidos de los lectores. Si esto es así tal vez desde Walter Scott o Alejandro Dumas, en España resulta un hecho muy visible desde la célebre publicación en 1982 de “Las memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, significativamente alabadas por Felipe González coincidiendo con su llegada al poder. Las razones de esta realidad pueden ser muchas, pero personalmente me gustan los argumentos que proceden de la experiencia. Así, por ejemplo, mi editor y amigo Josep Mengual siempre apunta a nada que se le pregunte que la narrativa histórica de éxito suele ser primero novela, es decir posee calidad literaria en sí misma, aportando además fidelidad a la historia como valor añadido. Una combinación que, en su opinión de lector voraz, tampoco se encuentra siempre. Así, abunda la novela muy fiel a la historia pero poco novelesca y la novela de discurrir apasionante pero plagada de imprecisiones a la hora de reflejar las costumbres y los modos de vivir de otro tiempo. Siendo que, en el fondo, lo que el lector pide a una novela histórica es lo que en realidad solicita de cualquier novela, un buen relato, pero además y en este caso, conocimiento sobre la vida profunda de una época.

Son, en mi opinión, certeras reflexiones que explican éxitos editoriales antiguos, desde la novela por entregas del romanticismo hasta el Sinhué del finlandés Mika Waltari o el Espartaco de Howard Fast, significativamente prohibido por el franquismo y sólo muy recientemente reeditado en castellano. También otros más recientes como el ya citado de Yourcenar o el no menos merecido de Robert Graves, obtenido en buena medida a partir de la excelente versión televisiva que de su “Yo Claudio” realizó en su día la BBC. Más tarde vino Umberto Eco y “El nombre de la rosa” para disipar cualquier duda o consideración de la narrativa histórica como género menor. Desde entonces nuevos hitos han ido aparecido en este permanente discurrir para solaz de lectores curiosos. Tal vez el mejor ejemplo de lo queremos decir resida en el fenómeno mediático que ha supuesto la obra de Patrick O’Brian, en realidad el mejor continuador de la tradición anglosajona de novelas navales centradas en torno a las guerras napoleónicas, una de las más visibles glorias británicas como se sabe. De hecho, los anglosajones se aplicaron con esmero en la tarea de crear un verdadero género dentro del género histórico. Nada extraño por otra parte, ya que la narrativa histórica es per se una verdadera fagocitadora de géneros, en ella cabe lo negro, cabe la aventura, cabe la novela de personaje, la de protagonismo colectivo, la de capa y espada, y todo lo que se le quiera poner detrás, pues, afortunadamente, en una novela histórica cabe casi todo.

En fin, parece por lo que venimos diciendo, que rigor y amenidad son tal vez las claves de la buena novela con telón histórico, esto, como casi todo lo que se puede decir en literatura, ya lo dejó dicho Cervantes en algún lugar de la segunda parte del Quijote cuando afirma: “La mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de dudoso y posible”. Así es que, las fábulas mentirosas, según Cervantes, deben ser escritas cuidando que “admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas”. Parecida reflexión apuntaba poco después Tirso de Molina en su miscelánea “Cigarrales de Toledo” de 1621, cuando defendía que la buena narración debería consistir en “Fabricar, sobre cimientos de personas verdaderas, arquitecturas del ingenio fingidas”. Con esto siempre he estado de acuerdo, nada carga más la narración histórica que la fantasía injustificada, plagada de tipos grotescos con nombres extraños y anatomías imposibles. Sobre esto, siempre me gusta citar el párrafo de la nota de autor que presentó mi admirado Patrick O’Brian, en el frontis de su novela “La costa más lejana del mundo”, la misma que hoy ilustra el arranque de este artículo. Desde luego viene al pelo porque allí avisaba con claridad meridiana que su propuesta literaria narraba una historia ciertamente imaginaria, pero en ningún caso pretendía ofrecer al desapercibido lector uno de esos asuntos estrafalariamente fantásticos que hoy se nos quieren presentar como narrativas históricas, no he encontrado en ninguna parte una mejor aclaración sobre lo que es y lo que no es novela histórica.

Jorge Edwards apuntaba hace bien poco a propósito de una documentada reflexión sobre la evolución de la novela, esa distinción no científica y sí más bien afortunada y divertida, a la que ya había hecho mención Vargas Llosa, entre escritores y escribidores. Recordaba así que habría que pensar alguna vez cuándo le dio a buena parte de la literatura actual por volverse autista, es decir, cuándo comenzó a discurrir por aquello que se quiso llamar el “espacio literario”, prácticamente desprovista de referentes exteriores, al menos si antes no se veían convenientemente distorsionados en la cabeza del narrador, para vivir parasitáriamente de sí misma.

Sin duda, la influencia casi hegemónica de dos genios creativos, James Joyce y Jorge Luis Borges, tuvo mucho que ver con eso, precipitó al mundo una cascada interminable de émulos fanatizados por un modo de hacer que en realidad es irrepetible. Una legión de verborréicos de lecturas mal asimiladas trata desde entonces de dar con la piedra filosofal de la verdadera literatura, cosa intangible y más bien huidíza, que si no sale a partes iguales del corazón y del trabajo no saldrá nunca de ninguna parte. Quiero decir que la vía del cripticismo intelectual puede, llegado el caso, disfrazar la nada, pero aún así desconozco a quien puede aprovechar tal modo de hacer, como no sea para actuar de bálsamo o salvavidas de la autoestima de los que quieren definirse como narradores malditos, especie literaria más numerosa a cada día que pasa. En este sentido, la boutade de Vargas Llosa, autodefiniéndose como escribidor en La Tia Julia defiende muy acertadamente la dignidad del antiguo y honesto oficio del contador de historias, del mero concretador de lugares, personajes y situaciones, cosa que no resulta precisamente fácil, aunque cuando se logra convenientemente consigue apariencia de linealidad y fluidez, características que las más de las veces son virtudes y no defectos, justamente por lo que venimos defendiendo.

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