El barril de amontillado

Un Blog de Juan Granados. Algunos artículos y comentarios por una sociedad abierta.

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domingo, octubre 30, 2005

El sacristán que rabió



Juan Diego Sánchez Arnoso, sacristán y portero de una catedral gótica y mesetaria, protegido del canónigo fabriquero desde la niñez, tenía la voz atiplada y muy malos fundamentos. Su mayor disfrute consistía en expulsar con voces estridentes, siempre cinco minutos antes de la hora, a los turistas que pagaban por ver el coro de Gaspar Becerra. Lo hacía con especial placer cuando su instinto de sabandija detectaba que los visitantes disfrutaban verdaderamente de la contemplación atenta de aquellas prodigiosas tallas manieristas que tanto debían al ejemplo de Miguel Ángel. No contento con esto, hostigaba también a sus propios parroquianos por la sencilla vía de la displicencia, lo hacía sobre todo con los pobres, los divorciados y los talentosos e incluso brillantes poseedores de cualquier habilidad, especialidad o maña. Cuando veía venir a alguien de estas características, mejor si venía sólo, se cruzaba ante él con prisa fingida y entonaba un horrísono y acusador “Buenos días” para seguir su camino con cara de haba sin siquiera mirar a su víctima. Se concluye que Juan Diego Sánchez Arnoso odiaba a casi todo el mundo, sólo toleraba con cierta condescendencia a las mujerucas del rosario por la miserable razón de que solían hacer caso de su hueco parlamento, también prestaban oídos a la maledicencia que difundía cada mañana con meditado placer.
Es posible que a Juan Diego Sánchez Arnoso le vinieran sus males de que había tenido en la juventud un par de ideas creativas que nunca fueron bien recibidas por nadie. La primera había sido una ocurrencia para un cuadro surrealista, se había propuesto pintar en gran formato un espectro de silueta humana trepando por un gigantesco cepillo de dientes, sus compañeros de tertulia habían rechazado la inventiva por considerarla demasiado obvia en sus connotaciones fálico-freudianas. La segunda y última idea de su vida fue un primer y único verso destinado a iniciar un largo poemario levemente autobiográfico. El verso decía: “Yo nací hecho canción”, con él sólo consiguió despertar la hilaridad de los que lo habían escuchado, frustrando así para siempre su carrera de poeta.
Sin embargo al sacristán le restaba un motivo de orgullo, su hijo primogénito, que se hacía llamar Juan Diego Sánchez-Arnoso Díaz por arte de los guiones oportunamente dispuestos en connivencia con el registro civil. Juan Diego Sánchez-Arnoso Díaz se había afiliado a las juventudes de un partido y apuntaba maneras de político. De hecho el muchacho había terminado mal que bien económicas, sabía repetir machaconamente en público frases convenientemente estipuladas como “hechos y no promesas” o “tiempo es de cambiar las cosas”, cuando decía esto movía a la vez rítmica y enfáticamente el brazo derecho como le habían enseñado o, a la menor ocasión, abría los brazos en gesto de abrazo integrador como también le habían señalado que debía hacer. Cuando el sacristán contemplaba estos prodigios de psicología social aplicada tan bien interpretados por uno de su propia casta en beneficio del torpe procomún, sonreía para sí, miraba orondo a izquierda y derecha y suspiraba de placer.
Sin embargo, para su desgracia no todos sus vástagos suponían tan glorioso ejemplo de buena crianza, una hija suya, Bernadette Sánchez Díaz, le había salido más bien libertaria y descreída. Un buen día Bernadette decidió que ya había soportado suficientemente al sacristán y al político, hizo el petate y se fue a conocer los Alpes haciendo autostop. En cierta ocasión, después de ascender en teleférico la Jungfrau, conoció a un suizo de tez colorada al que identificó enseguida como el padre de los gemelos que siempre había deseado traer al mundo. Allí, junto a un lago glaciar se ayuntaron con pasión, el encuentro no fue tan placentero como hubieran deseado porque la piel de ambos estaba quemada por el exceso de insolación. Aún así tuvieron unos preciosos gemelos nueve meses después, niña y niño, les llamaron Isis y Osiris y hoy viven felices los cuatro en Berna regentando una tienda de libros exotéricos en alemán, italiano, francés y romanche. Cuando el sacristán Juan Diego Sánchez Arnoso tuvo noticia cumplida de estas y otras circunstancias, se le agrió aún más el ánimo; ahora no sólo expulsa a gritos a los turistas que visitan el coro, también les apaga la luz sin avisar con la aviesa esperanza de que se partan la crisma.

Enero de 2003