El atrevido muchacho del trapecio
“-Por supuesto -dijo la señora Macauley-. La escuela solamente sirve para evitar que los niños estén en la calle, pero tarde o temprano tienen que salir al mundo real, les guste o no. Es natural que a los padres y a las madres les dé miedo que sus hijos salgan al mundo, pero no hay de qué tener miedo. El mundo está lleno de criaturas asustadas, se asustan entre ellas.” (de la señora Macauley, William Saroyan.
Ya casi nadie lee a Saroyan, en realidad, casi nadie lee sobre asuntos corrientes que difieran de lo mítico, prefiriendo evasiones más o menos tramadas que parecen concitarse para alejarnos de lo esencial, sea a través de cálices, sábanas, magos u Hortentots. A pesar de ello, me gustaría recordar hoy que no hay asuntos menores en literatura, sino más bien al contrario. La poética, la esencia más cierta de las cosas, suele residir en las historias menudas, cotidianas, particulares. Saroyan lo sabía y lograba regalarnos monumentos literarios narrando, por ejemplo, las tribulaciones de los jóvenes inmigrantes en los USA de los años 30, los recuerdos de una madre al recibir un telegrama anunciándole la muerte de su hijo en el frente o la bullente vida cotidiana de una peluquería de barrio. Elementos contingentes para desentrañar verdades como puños que suelen causar más mal que bien al poder agazapado tras la demagogia.
Es por eso que tengo para mí que nadie en el peripatético y complaciente gobierno que nos conduce, ha leído a Saroyan. Si lo hubiesen hecho, probablemente no tratarían de gobernar junto a partidos que, como un mal novio o una mala novia, sólo desean la más pronta ruina de tu solar. A los malos novios y a las malas novias no se les debe dar conversación ni acatamiento, al contrario, ha de despedírseles muy correctamente en la esperanza de no tenerles que soportar nunca más. Si hubiesen leído a Saroyan podrían dirigirse a estos tipos hirsutos y malencarados que les obligan a gobernar al dictado, para recordarles dos o tres verdades eternas de las que el bueno del cuentista de origen armenio dejó dichas en medio del “atrevido muchacho del trapecio”, ésta por ejemplo: “No creo en las razas. No creo en los gobiernos. Veo la vida como una sola vida al mismo tiempo, millones y millones de vidas simultáneamente por toda la Tierra. Los bebés que aún no han aprendido a hablar ninguna lengua son la única raza del mundo, el género humano: el resto, es pretensión, lo que llamamos civilización, odio, miedo, ambición de poder..., pero un bebé es un bebé. Y la forma en que lloran: ahí está la confraternidad humana, en los bebés que lloran”. Más que nada para que la legión de tristes profetas de campanario que hoy lo señorea todo, vaya aprendiendo de qué demonios va esto.
diciembre de 2005
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