Queso blanco, Rakia y un célebre lago de Macedonia
Cuando Kitín Muñoz el aventurero oficial de estos reinos y su novia Kalina se preparaban a conciencia para ser ascendidos a ciertos montes de Bulgaria con el propósito de casarse bajo la bendición del padre de ella, hoy Simeón-político ayer Simeón-rey sin corona afincado en Madrid, el que suscribe descendía en no muy buen estado de salud la cordillera de los Pirin, unos montes parecidos también búlgaros, con el firme propósito de tomar el llano lo antes posible.
Di en ir a Bulgaria gracias a la generosa invitación de nuestro alcalde de Cambre para participar junto a otros colegas en un programa de hermanamiento con la población de Razlog, auspiciado por la comisión europea. Un madrugón y tres vuelos sólo interrumpidos por una balsámica estancia en uno de esos smoker’s corner con molinillo dispersor de humos del aeropuerto de Viena, nos depositaron en el muy pequeño y muy inquietante aeropuerto de Sofia. Uno cuando viaja siempre lo hace en la mejor de las disposiciones para lo que el mundo tenga a bien ofrecerle, así que una vez depositado frente a la decena de ventanillas destinadas al control de pasaportes, me dirigí con decisión hacia la única ocupada por una mujer policía, que presentaba un Look poststalinista irresistible: uniforme verde botella, charreteras blancas, verdes y rojas con el lucido escudo búlgaro encima, melena negra suelta y cara recién maquillada. Ni que decir tiene, luego pude ver alguna más, que la funcionaria poseía ese indescriptible rasgado de ojos eslavo, casi asiático pero aún europeo. Le tendí el pasaporte con aire de seguridad occidental, de “ciudadano de la unión”, es sabido que los recién conversos somos los más fervorosos, y sonreí. La bella policía sólo me miró con desdén un instante para comprobar si me parecía a la foto, cuñó de un golpetazo el documento con su tampón en cirílico y largó el pasaporte por donde había venido sin volver a dirigirme la mirada. Pensé entonces a modo de consuelo que el carácter balcánico no es como el nuestro y tenía razón.
Al salir del aeropuerto, otras dos funcionarias, esta vez de la organización, nos introdujeron a ritmo marcial y de a tres en una ristra de taxis opel de trigésima mano que salieron como alma que lleva el diablo en dirección, suponíamos, a Sofia. Todos los taxistas vestían chándal obsoleto y todos conocían A Coruña por el Depor, en las radios sonaba a un volumen poco discreto el aserejé de las hijas del tomate. Las avenidas principales de Sofia tienen algo de luz y conservan ese aire de realismo socialista tan propio del Este, son amplísimas y parecen pensadas para hacer desfilar tanques sobre su brillante adoquinado amarillo. Cosa distinta son los oscuros vericuetos sin pavimento en que se han convertido las calles laterales por las que se nos condujo al hotel. Lo malo fue que el hotel parecía estar reservado pero no lo debía estar del todo. Vuelta a los taxis, ahora sonaban ritmos repetitivos a la turca, cada taxi a su suerte en busca de otro hotel, los taxistas canturrean, no hablan inglés, ni francés, sólo búlgaro y están molestos porque no saben a donde van, nosotros tampoco y comenzamos a sudar frío. Por un milagro del destino conseguimos confluir una parte de la expedición en el mismo hotel, se nos coloca de a dos por cama de matrimonio y se nos proporciona para taparnos un curioso edredón más corto que el colchón que debe tapar, con un agujero circular en el medio, suponemos que para introducir la manta. Por la noche los pies me salen por todas partes, me resfrío inevitablemente, ahora comienzo a creer que para siempre.
Al día siguiente visitamos Sofia. Es una ciudad curiosa y por ratos bella, me gustan especialmente la mezquita turca y la iglesia ortodoxa llamada de los rusos, pero todo parece triste y como abandonado, tampoco extraña si se sabe que un buen sueldo no pasa en Bulgaria de los 160 leva, 80 euros al cambio y que, por ejemplo, una cena simple en una mejana (taberna) cuesta 15 o más leva o que un paquete del buen tabaco nacional no se obtiene por menos de 4. Son las servidumbres de una transición descarnada hacia un capitalismo que no se puede improvisar. Por la tarde viajamos a Razlog en una vieja furgoneta del ejército transida a la vida civil. Por el camino sólo se ven Ladas rusos, aquel Seat 124 nuestro, y algún Trabant de la antigua DDR. Hacemos 140 Km. en tres horas y media para llegar a nuestro albergue de montaña, le dicen hotel “especialista”, en el vecino Bansko, una estación invernal para jerifaltes del partido ahora reconvertida al turismo general. Hace mucho frío, los días pasan entre reuniones y festivales folclóricos con glosas e himnos, las noches comiendo lo mismo que al mediodía: ensalada de queso blanco de vaca, que parece de oveja, yogurt, tomate y pepinillo, después pollo, siempre pollo, nada de cordero como se dice en los prospectos turísticos, para beber vino áspero Cabernet y rakia. La rakia molesta al primer trago pero luego hace la vida más fácil, de fondo siempre una canción popular al acordeón y al clarinete, hablan de ríos, águilas y héroes locales, me gusta especialmente una que siempre repiten, al parecer glosa melancólicamente la belleza de un célebre lago de la vecina Macedonia.
Noviembre de 2002
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