El barril de amontillado

Un Blog de Juan Granados. Algunos artículos y comentarios por una sociedad abierta.

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domingo, enero 15, 2006

De fastos y batallas



Por amable invitación del ayuntamiento coruñés y de mis amigos los aguerridos “Green Jackets”, acudo a algunos de los actos conmemorativos de aquella célebre batalla que los ingleses llaman “Corunna” y los franceses “de La Corogne”, la misma que los viejos coruñeses siempre han conocido por el más modesto nombre de “batalla de Elviña”. Aquello fue en realidad una especie de Dunquerque “avant la lettre”, el episodio final de la epopeya del ejército de Sir John Moore en su épica retirada hacia el noroeste peninsular, plagada de heroicidades y de actos canallescos a partes iguales, con los franceses pegados a los talones, sufriendo los rigores del crudo invierno de 1808-1809 sobre sus cabezas.
Este año ha acudido también Arturo Pérez-Reverte, creo que a recoger una medalla de honor y de paso a alegrarnos el día a los coruñeses con una presencia mucho más amigable, sonriente y cercana que la que algunos quieren trasmitir de él. En su parlamento público dejó bien sentadas dos o tres cositas de interés general que a lo mejor no sería necesario decir si no nos encontrásemos en un país dominado por los gurús del pensamiento descafeinado, eufemístico y políticamente correcto. Dijo, por ejemplo, que en días así se sentía orgulloso de ser español, ¡caramba que atrevimiento para los tiempos que corren!, de paso, abogó por retomar según se vaya pudiendo el cultivo de la historia a fin de que nuestros infantes no sigan ignorándolo todo sobre el pasado que más les compete, habló también de lo gratificante que resulta conmemorar casi doscientos años después una batalla en un ambiente de amistad y camaradería entre los tataranietos, ingleses, españoles y franceses, de los antiguos contendientes Y hete aquí que, escuchándole, pensé que no todo debe estar perdido mientras tipos como éste hablen con voz tronante y la cabeza bien alta de asuntos que tan poco gustan a los señoritingos que pretenden gobernarnos en el reino de la indefinición y la incertidumbre permanente, empeñados a cada paso en decirnos quiénes somos o quiénes dejamos de ser vía BOE.
Y eso que a Arturo le cuesta esto de actuar en público, a través de las pocas palabras que cruzamos, adiviné en él el inmortal espíritu del contador de historias, del lobo solitario que como mejor está es relajando la mandíbula para dejar de sonreír siquiera un momento y desaparecer para perderse a su aire por los lugares que guardan amorosamente los vestigios de la historia. Pero la fama pesa, bien lo debe saber y afronta sus servidumbres con el verbo claro, la sonrisa franca y el gesto amable. Así que, aunque yo ya intuía a través de sus escritos que nuestro flamante académico era un tipo tan ameno como despierto, hoy puedo confirmar además que es un aguerrido caballero que, pese a quien le pese, se permite decir verdades como puños allá por donde va, consciente de que nadie le ha regalado nada.