Consolatio Philosofae
"Una mujer que no sea una estúpida, antes o después, encuentra una ruina humana y trata de salvarla. Alguna vez lo consigue. Pero una mujer que no sea una estúpida, antes o después encuentra un hombre sano y lo reduce a escombros. Lo consigue siempre,”
( Cesare Pavese: El oficio de vivir, agosto de 1937).
Al igual que en su día aconsejaba vehementemente Italo Calvino a quien quería escucharle, me gustaría defender aquí la necesidad que todos tenemos de volver a los clásicos. No sólo por el mero placer de leerlos, que también, sinó para comprobar de primera mano cómo casi todo está dicho. Muchas de las formulaciones que cada día se presentan como novedosas y proporcionadoras de luces, no son más que groseras reinterpretaciones de lo ya pensado por otros. En este sentido, nada nuevo bajo el sol.
Así, por ejemplo, sería recomendable que nuestros políticos de “profesión” se tomasen de una bendita vez la molestia de releer a Alexis de Tocqueville, o que nuestros flamantes economistas le viesen al menos el forro a las obras de David Ricardo o John Stuart Mill y no se conformasen con lo que los manuales al uso dicen sobre ellos, que es nada. Pero sobre todo, que los en general poco afortunados redactores de esos libros que se denominan de “autoayuda” que habitualmente ayudan sólo a la economía del propietario del copyright, relean lo mucho que la buena filosofía ha dicho sobre las esencias humanas. Encontrarán allí la verdadera y más efectiva consolatio philosophiae.
Como muestra puedo contar que manejo estos días con verdadero placer un ejemplar de la Ética del judío holandés de origen castellano o portugués Baruch Spinoza. A lo largo de la obra estructurada según un impecable ordine geométrico cartesiano, con estudiada cadencia de definiciones, axiomas, postulados, lemas, proposiciones y escolios, donde caben, entre muchas otras, reflexiones sobre Dios, el gobierno de los pueblos y las siempre complejas relaciones entre los hombres, observo un pensamiento de una hermosa y sincera racionalidad, que en mi opinión puede otorgar bastante consuelo a nuestros espíritus en ocasiones atribulados por lo que no pueden dominar ni conocer. En fin, que se descubren en Spinoza verdaderas cualidades terapéuticas, en todo superiores a las magras soluciones de bolsillo que se pueden ojear en los quioscos.
Así, como muestra, podemos ver aunque sea brevemente qué opinaba el bueno del filósofo sobre el amor no correspondido, elemento doloroso y extendido en todo tiempo. El mismo Spinoza aseguraba que los afectos son la verdadera esencia de lo humano, aún antes que la misma razón, pues son los sentimientos, decía, los que causan la verdadera servidumbre moral del hombre. Así podía afirmar: “cuando el alma imagina su impotencia, se entristece”, o “el hombre sometido a los afectos no es independiente, sinó que está bajo la jurisdicción de la fortuna”, ¿existe entonces salvación para el dolor que causa la pérdida cierta del amor?, la respuesta parece a priori bastante descorazonadora: “Un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sinó por medio de un afecto más fuerte que la afección que experimentamos”. Cuestión que se pone aún más difícil al comprobar cuán gráfico puede llegar a ser Spinoza a la hora de explicar los celos y el odio al rival, pues afirmaba con toda crudeza que esa pasión negativa se incrementa al imaginar las secreciones de quien posee al ser amado, nada menos.
Sin embargo, ya hacia el final de su Ética, podemos comprobar cómo el sabio permitía una puerta abierta a la esperanza otorgando a la razón la capacidad de regir y aún reprimir los afectos hasta dominarlos completamente, todo ello a través de la perfección del entendimiento, por lo que concedía muchas ventajas al hombre instruido sobre el ígnaro. De todas maneras, la tarea se presenta como difícil, tanto como el ejemplo que propone tomándolo de la ciencia estoica: conseguir olvidar un afecto es como lograr que un perro cazador y otro faldero cambien con trabajo y disciplina sus respectivas tendencias, de forma que el faldero vaya compulsivamente a cazar y el de caza deje de correr tras la liebre que se suelta ante sus narices. Difícil pero no imposible, de hecho, leemos: “un afecto que es una pasión deja de ser pasión cuando nos formamos de él una idea clara y distinta”. Es decir, ninguna idealización, por ciega que sea, supera el paso del tiempo, resulta instructivo que nos lo recuerden de cuando en vez.
Julio de 2003
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