Ruínas de barro
En la tierra antigua de Mesopotamia, entre los cauces generosos de los padres Éufrates y Tigris, donde el hombre se hizo agricultor, constructor y escritor por vez primera, abundan las ruínas. Sin embargo, casi no se hacen notar porque generalmente se muestran en medio del paisaje como simples, leves y discretísimos montículos de barro, apenas un accidente en la profundidad del desierto barrido por todos los vientos. Las ruínas poseen nombres poderosos, se llaman Ur, Uruk, Kish, Nippur, Lagash, Mari, Assur, Nínive, Babilonia...en tiempos muy pasados fueron orgullosas y bellas formas urbanas, el Lagash del patesi Gudea, el digno gobernante, el Ur del gran Ziggurat y de las tumbas reales, la Babilonia de Semíramis, con sus murallas azul cobalto y sus jardines colgantes, Nínive, la de las puertas orladas de Lamassus; formaban todas ellas, cada una a su tiempo y a su modo, parte esencial de la tierra de la civilización, de la cerámica, de la aritmética, de los graneros, de la escritura cuneiforme, del héroe Gilgamesh, de las estatuas orantes de grandes ojos asombrados, del legislador Hammurabi, de los astrónomos y los arquitectos, también de la guerra perenne. Sabido es que en la vieja Mesopotamia se esceneficó desde el principio del mundo la lucha atávica entre los pastores de la montaña y los agricultores de la llanura. Siempre ha habido alguien que venía desde lejos deseando para sí lo que otros ya habían conseguido. Primero los hombres rudos de Elam y Asiria, luego medos y persas, después todos los demás.
Todo ello no fué gracias a la tierra, sinó a pesar suyo. Entre los dos ríos que corren distanciados gran parte de su curso, sólo existía una región de relieve ondulado castigada por un sol inmisericorde. En Mesopotamia llueve muy raramente y cuando lo hace es en forma de tormentas repentinas que convierten el desierto en un yermo de fango, de lagunas estancadas, de ciénagas con cañaverales que de inmediato secan los impetuosos vientos del desierto. En Mesopotamia no existe más material de construcción que la arcilla, tampoco hay metales que utilizar, Sumer y Akkad ofrecían muy poco al hombre, sólo el agua de sus ríos y una tierra fácil de labrar. Pero el hombre la hizo suya antes que ninguna otra, de ahí deviene su atracción y su misteriosa grandeza.
Todos quisieron poseerla, Ciro, Alejandro, Roma, los guerreros mongoles, los orgullosos califas Abbasidas, que terminaron por sentar allí su gran capital a mayor gloria de Alá, el Clemente, el Misericordoso, luego la desearon los turcos, los británicos y todo aquel que puso una vez su mirada en ella. Así es que nunca reinó la paz sobre el yermo impasible entre los dos ríos. Cuando la pez amarga que afloraba aquí y allá para abastecer candiles y curar escrúfulas se volvió oro negro, otros hombres ansiaron dominarla, las razones no parecían entonces, ni parecen ahora, muy diferentes de las esgrimidas por los anteriores, los métodos tampoco, la vieja tierra vuelve a sufrir por la suerte de los hombres que la cultivan.
Las discretas ruínas de Mesopotamia son de barro y parecen montículos creados por capricho del viento, se nombran con hermosas palabras, se llaman Ur, Uruk, Kish, Nippur, Lagash, Mari, Assur, Nínive, Babilonia...pronto habrá más, se recordarán con nombres igual de hermosos, se dirá: las ruínas de Bagdag, Kerbela, Nasiriya, Mosul, Basora, Kirkuk, y cumpliendo una vez más lo mil veces escrito, todo lo conquistado será viento del desierto y ganacia temporal para el conquistador. Ocurre que, como siempre ha hecho, la madre Mesopotamia engullirá a sus poseedores para dejar sitio a los siguientes, su generosidad es finita y contada, también cruel, cuando todo pase, el viento del desierto se encargará de volver torneadas ruínas las torres de acero que hoy erige la codicia. Al fin, es como si todo estuviese dicho desde el principio, ya lo advertía sabiamente la epopeya de Gilgamesh: “¿Quien, amigos es superior a la muerte? / Sólo los dioses viven por siempre bajo el sol / Pero los hombres tienen sus días contados / ¡Todo lo que conquisten no es sinó viento!
marzo de 2003
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