El barril de amontillado

Un Blog de Juan Granados. Algunos artículos y comentarios por una sociedad abierta.

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martes, diciembre 20, 2005

Bloomsday



El jueves, 16 de junio de 1904, en su fictício domicilio del número 7 de Eccies Street, Leopold Bloom, dublinés de 38 años, melómano esencialmente indolente, dado a la elucubración y a la fantasía industrial y del negocio, hijo de un judío húngaro convertido al protestantismo que dio en quitarse la vida por razones poco claras y de una apacible matrona irlandesa, esposo de la muy sanguínea y muy católica Molly Bloom, hija a su vez de la sefardí gibraltareña Lunita Laredo, padre de un niño muerto, amigo de Stephen Dedalus, un exalumno aventajado de los jesuitas que, llegado el caso, fue incapaz de acceder a las peticiones de su madre que desde el lecho de muerte solicitaba unas preces de su vástago; este Leopold Bloom de existencia mas bien tópica, se disponía hacia las ocho de la mañana a preparar su desayuno, el de su esposa y el de su gata, antes de iniciar un intenso periplo dublinés que le llevaría tras la inevitable y muy placentera visita al retrete y al baño a presenciar un entierro, a ser testigo del curioso anuncio de Alexander Keyes, a celebrar un almuerzo insustancial en la taberna de Davy Byrne a base de salchichón Dennys, riñones de cerdo y cerveza Guinness. También y ya después de comer a realizar una visita al museo y a la biblioteca nacional, luego una estimulante búsqueda de libros a lo largo de Bedford Row, Merchants Aren y Wellington Quay. Más tarde a disfrutar de la música en el Ormond Hotel, para, a continuación, protagonizar un desagradable altercado con un canallesco individuo en el local de Bernard Kiernan. Tras esto y como para reponerse, un período de tiempo en blanco incluyendo un paseo en coche, posteriormente una visita a una casa de duelo, la asistencia al laborioso parto de la señora Mina Purefoy y, por fin, atreverse a formar parte de una celebración más bien lamentable en el prostíbulo de la señora Bella Cohen, 82 Tyrone Street. Como colofón el subsiguiente alboroto en Beaver Street, una errática deambulación nocturna y el agitado reposo a una hora indefinida de la madrugada al lado de la parlanchina Molly Bloom.
Aunque James Joyce publicó su Ulysses en 1922, se cumple ahora un siglo del poliédrico periplo de Leopold Bloom que, como es sabido, se conmemora desde 1954 en medio mundo bajo el nombre de Bloomsday. Los devotos de Joyce que tienen la oportunidad de visitar Dublín cada 16 de junio procuran seguir lo más fielmente posible el deambular urbano y peripatético de Mr. Bloom, vestidos de época y trasegando Guinness a conveniencia. No es para menos, se sea o no partidario de los retruécanos verbales de Joyce, de su exceso narrativo o de su forma inconexa y surrealista de escribir, se ha de reconocer la genialidad que supuso descubrir entonces que cualquier existencia resulta novelable, que todo interesa si está convenientemente contado, seguramente porque, haciéndose bien, se reflejan puntualmente retazos de existencia, exactas notas de la más intensa y conmovedora humanidad. El Ulises supuso entonces un verdadero hallazgo literario, un exquisito descubrimiento que demuestra por sí mismo la utilidad de la literatura cuando proporciona pasto de altura para el espíritu y razones poderosas para la libertad de pensamiento y el azote del convencionalismo burgués. Pero ¡ay! nadie es perfecto ni buen émulo de sí mismo, Joyce, tal vez movido por un éxito que no podía esperar, quiso rizar el rizo y exprimir su propia fórmula con Finnegans Wake, su obra postrera. Tengo para mí que muy pocos han podido llegar al final de esta novela tardía del genio irlandés, es más, creo que se debe leer Finnegans Wake con cierta prevención y sólo en períodos vitales de extremo equilibrio emocional, pues su despreocupada lectura puede conducir fácilmente a la enajenación y hasta a la más turbia demencia del lector desprevenido. Es lo malo que tienen estas cosas, así, como la más perniciosa de sus secuelas, existe desde entonces una legión de autoproclamados escritores que después de oír hablar del Ulises, casi nunca tras leerlo, inician puntualmente experimentos literarios que aunque se basan en un modo de hacer inaugurado en 1922 pretenden hacer pasar por modernos y arriesgados. Sin embargo en la literatura como en el arte casi todo está dicho, conviene no olvidarlo y sí, el Ulises es imponente, pero tal vez debamos dejarlo estar y no tratar de seguir inspiraciones que el mismo Joyce fue incapaz de definir más allá del atribulado jueves de Leopold Bloom.

Junio de 2004