El barril de amontillado

Un Blog de Juan Granados. Algunos artículos y comentarios por una sociedad abierta.

Mi foto
Nombre:
Lugar: Spain

sábado, enero 28, 2006

Nicola el tunante


"Estamos en deuda con Maquiavelo y otros por decir lo que los hombres hacen y no lo que deben hacer” (Francis Bacon)
Mi viejo amigo Manuel María de Artaza me envía una edición crítica de “El Príncipe” de su autoría. Un excelente estudio con mucho análisis y poco excurso donde el profesor Artaza vuelca su sabiduría y su conocimiento de la ciencia política, para reducir a su justo término tanto la intencionalidad como el alcance de una obra universal admirada y denostada a partes iguales.
Pues si el opúsculo más conocido del secretario de la signoria florentina Nicolás Maquiavelo, fue para unos obra propia de un “nuevo Satán” “preceptor de tiranos” que enaltecía la figura del dirigente inmoral, para otros El Príncipe supone la irrupción de los usos de gobierno en la modernidad, incluso la mismísima partida de nacimiento de la Teoría del Estado.
Pues bien, como suele ocurrir, ni una cosa ni la otra, a través del análisis de Manuel Artaza se entiende muy pronto que los objetivos de Maquiavelo eran bastante más modestos, señaladamente una serie de avisos políticos destinados a ganar la voluntad del nuevo señor de Florencia, Lorenzo de Medici, el joven, a fin de hacerle olvidar, con poco éxito por otra parte, ciertas molestas lealtades que había sostenido su secretario en el pasado. Pero el esfuerzo no fue baldío del todo, la apología maquiaveliana del gobierno práctico y sagaz dejó para la posteridad verdaderas perlas políticas que radiografiaban muy exactamente tanto lo que ocurría en la Italia del primer Cinquecento, como lo que había de venir, donde cualquier gobernante que pretendiese obtener el éxito en su tarea, debería cultivar antes el arte de lo posible, la razón de Estado y la justificación de los medios por el fin que se pretende, que la cristiana virtud o cualquier otra consideración de orden moral. Un atinado pesimismo antropológico que, además, aconsejaba al príncipe buscar por el medio que fuese el favor de su pueblo, con esto, el poco respeto a la palabra dada y un cierto favor de la fortuna, la conservación y engrandecimiento del Estado permanecería razonablemente asegurada.
Claro que este “Estado” patrimonializado y casi medieval del que habla Maquiavelo está muy lejos todavía del Leviatán Hobbeliano, el modo de gobierno tenido por absoluto en la baja modernidad, y aún mucho más del Estado omnímodo surgido del Liberalismo. El poder del príncipe renacentista estaba permanentemente limitado por la extenuante defensa de sus privilegios que ejercían estamentos, cortes, juntas, dietas y corporaciones en general. En realidad, y casi paradójicamente, es el Estado Liberal, en su isonomía, el verdadero primer poder absoluto de la historia, como ya señaló, siempre agudo, Alexis de Tocqueville. De ahí la existencia de constituciones para limitar los poderes y evitar excesos. Lo que me hace pensar que, gobernar con el concurso de quien, en claro movimiento retrógrado, sólo defiende sus privilegios, como ahora ocurre en España, no hace más que alejar al común de la modernidad, para enviarlo de vuelta al neblinoso y poco salubre reino del distingo y el favor, el mismo que tan bien describió don Nicolás, aquel tunante de duro corazón.
enero de 2006

domingo, enero 15, 2006

De fastos y batallas



Por amable invitación del ayuntamiento coruñés y de mis amigos los aguerridos “Green Jackets”, acudo a algunos de los actos conmemorativos de aquella célebre batalla que los ingleses llaman “Corunna” y los franceses “de La Corogne”, la misma que los viejos coruñeses siempre han conocido por el más modesto nombre de “batalla de Elviña”. Aquello fue en realidad una especie de Dunquerque “avant la lettre”, el episodio final de la epopeya del ejército de Sir John Moore en su épica retirada hacia el noroeste peninsular, plagada de heroicidades y de actos canallescos a partes iguales, con los franceses pegados a los talones, sufriendo los rigores del crudo invierno de 1808-1809 sobre sus cabezas.
Este año ha acudido también Arturo Pérez-Reverte, creo que a recoger una medalla de honor y de paso a alegrarnos el día a los coruñeses con una presencia mucho más amigable, sonriente y cercana que la que algunos quieren trasmitir de él. En su parlamento público dejó bien sentadas dos o tres cositas de interés general que a lo mejor no sería necesario decir si no nos encontrásemos en un país dominado por los gurús del pensamiento descafeinado, eufemístico y políticamente correcto. Dijo, por ejemplo, que en días así se sentía orgulloso de ser español, ¡caramba que atrevimiento para los tiempos que corren!, de paso, abogó por retomar según se vaya pudiendo el cultivo de la historia a fin de que nuestros infantes no sigan ignorándolo todo sobre el pasado que más les compete, habló también de lo gratificante que resulta conmemorar casi doscientos años después una batalla en un ambiente de amistad y camaradería entre los tataranietos, ingleses, españoles y franceses, de los antiguos contendientes Y hete aquí que, escuchándole, pensé que no todo debe estar perdido mientras tipos como éste hablen con voz tronante y la cabeza bien alta de asuntos que tan poco gustan a los señoritingos que pretenden gobernarnos en el reino de la indefinición y la incertidumbre permanente, empeñados a cada paso en decirnos quiénes somos o quiénes dejamos de ser vía BOE.
Y eso que a Arturo le cuesta esto de actuar en público, a través de las pocas palabras que cruzamos, adiviné en él el inmortal espíritu del contador de historias, del lobo solitario que como mejor está es relajando la mandíbula para dejar de sonreír siquiera un momento y desaparecer para perderse a su aire por los lugares que guardan amorosamente los vestigios de la historia. Pero la fama pesa, bien lo debe saber y afronta sus servidumbres con el verbo claro, la sonrisa franca y el gesto amable. Así que, aunque yo ya intuía a través de sus escritos que nuestro flamante académico era un tipo tan ameno como despierto, hoy puedo confirmar además que es un aguerrido caballero que, pese a quien le pese, se permite decir verdades como puños allá por donde va, consciente de que nadie le ha regalado nada.

lunes, enero 09, 2006

Non placet Hispania


Hoy se me ha dado por pensar en esto que se cuenta del Teniente General Mena, no sé porqué, pero este asunto de los “espadones” cabreados me recuerda una célebre frase de Erasmo: Non placet Hispania. Y lo cierto es que pese al enorme influjo que el Rotedoramo ejerció sobre los dueños del poder temporal y espiritual en la monarquía hispánica de aquel tiempo, tal fue el caso de Cisneros, nuestro Alonso Fonseca o el propio Emperador Carlos, defensor a ultranza como se sabe de la “universitas cristiana”, o a los ríos de tinta que el gran Marcel Bataillon vertió sobre las relaciones de Erasmo con España, éste nunca pisó nuestro país. Más aún, cuando en 1517 fué emplazado por el propio Cisneros a visitarle, Erasmo respondió con ese escueto y enigmático Non placet Hispania, sin ofrecer nunca mejor razón de su negativa. Una negación especialmente incomprensible viniendo de un humanista de natural peregrino cuya vida transcurrió en permanente viaje por toda Europa: Utrecht, Deventer, Bois-le-Duc, Steyn, Cambrai, todos los Países Bajos en realidad, París, Orleans, Londres, Basilea y Friburgo, Roma y Venecia, de nuevo Basilea para morir...alguien que además siempre defendió el carácter universal de su propio pensamiento, no en vano dejó dicho en una ocasión: “más que de una ciudad, prefiero sentirme ciudadano del mundo entero”. En fin, la respuesta a semejante negativa nadie la supo dar. Las claves se presienten como variadas, desde el clima cálido o los malos caminos, hasta el miedo y la prevención que la Santa Inquisición podía causar en alguien que se atrevía a proclamar con sorna: “Sancte Sócrates, ora pro novis” en un esfuerzo sincero y valiente por reconciliar religión y humanismo.

La cuestión no es baladí, y solicita reflexión, Erasmo no era especialmente miedoso ni tampoco pusilánime, su dialéctica poderosa hizo callar a los papas y se mantuvo siempre a la altura de los jóvenes evangélicos, Martín Lutero incluído, sin embargo, no quiso venir a España. Puestos a buscar explicaciones, se puede pensar que esta era por entonces una monarquía dominada en lo subterráneo por fuerzas aún oscuras y particularmente peligrosas para la salud de un filósofo. Algo se debía oler el de Roterdam sobre como nos las gastamos por aquí y eso que aún no había llegado la época de la “leyenda negra” que fué cosa como se sabe del tiempo del rey Felipe, consecuencia tal vez de sus andanzas por territorio de Flandes o del encono personal de su díscolo secretario Antonio Pérez, o más probablemente de todo a la vez. Desde luego dominaba ya en España, sinó domina todavía hoy, una dialéctica del enfrentamiento difícil de tolerar para alguien cuyo valor supremo era la paz, como le escribió al joven Carlos I en su Educación del príncipe cristiano datada en 1516: “No puede verse como justa ninguna guerra, grata sólo para los que no la tienen que sufrir”. Desde entonces a esta parte parece que la opinión y la discrepancia ideológica siguen teniendo mal acomodo en el suelo patrio y pueden acarrear serios inconvenientes a quienes defienden, sobre todo en según que lugares, la libertad de pensamiento. Así, aunque en la historiografía reciente parezca estar de moda la defensa de España como un país de evolución histórica “normal” dentro del ámbito europeo de las cosas, en este sentido no hay más que leer, por ejemplo, la exitosa obra de Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox: “España: 1808-1996. El desafío de la modernidad” para comprender hasta qué punto se quiere presentar un país que efectuó el tránsito desde las profundidades del Antiguo Régimen a la contemporaneidad sin mayores ambages y con una esperable sucesión de los acontecimientos, en nuestra opinión tal aserto parece difícil de sostener tan gratuitamente. Por ejemplo, cuando uno se toma el trabajo de releer el discurso liberal de las Cortes de Cádiz, descubre sin mucho esfuerzo que éste tiene más que ver con la tradición de campanario del derecho hispano, lleno de religiosidad, fueros, excepciones y particularismos locales que con el igualitarismo legal y ciudadano de los revolucionarios franceses, hecho que explica, al menos en parte, el palmario fracaso del ideal nacional de España en estos momentos. Y es que nuestro país siempre ha rebosado de cuentas pendientes y cuestiones sin resolver. No tenemos más que recordar, por ejemplo, la debilidad del liberalismo decimonónico español, significativamente siempre en manos de militares: Espartero, Narváez, O’Donell, Prim, Pavía y tantos otros son ejemplo de lo que queremos decir, también la dominancia de una clase política de ínfima catadura moral, que elevó la figura del cacique a sus máximas posibilidades. Junto a ello pervivió el Carlismo, movimiento en esencia ultramontano y antiliberal, extraordinariamente pertinaz en el tiempo, causante de nada menos que tres guerras y sus corolarios, paradójicamente apoyado por amplias capas campesinas como consecuencia de una injusta y apresurada desamortización. Aquí no acaban las peculiaridades, podríamos subrayar además que en el tránsito al liberalismo España tuvo que enfrentarse con la dramática realidad de verse transportada casi de la noche al día de imperio colonial a nación de nimia importancia en la política europea, con un crecimiento industrial desigual, globalmente insuficiente y descompensado, con el florecimiento del nacionalismo más reivindicativo en las áreas (Cataluña y País Vasco) precisamente más prósperas y desarrolladas económicamente, con una cruel guerra civil y, por fin, con una larga dictadura. Nada de esto resulta especialmente normal en el referente de Europa Occidental y revela por si misma la miseria teórica en que nos toca vivir. Mala leche y cerrazón intelectual hay desde luego en todas partes, no cabe duda sobre esto, pero tampoco se puede negar que en nuestro solar patrio la cosa, leyenda negra aparte y si se mira con la necesaria perspectiva, resulta ya preocupante y hasta molesta. En fin, que por veces le dan a uno ganas sobradas de proclamar con Erasmo aquello de Non placet Hispania, o al menos, suscribir, como suscribimos, el aserto con el que finalizó Woody Allen uno de sus célebres monólogos: “ En suma, me gustaría tener algún tipo de mensaje positivo que dejarles. Pero no lo tengo.¿Aceptarían dos mensajes negativos?”

martes, enero 03, 2006

La cuestión Figuerola



“En vez del “yo os salvo de vuestros enemigos”, divisa del Ancien Régime, las Constituciones comerciales prometen “yo os cubro de injerencias arbitrarias”. (Antonio Escohotado: Sesenta semanas en el Trópico)

Aunque se sabe que los atracos a la realidad son tan antiguos como el mundo
, uno no deja de sorprenderse cada vez que constata lo poco que hay de nuevo bajo el sol. No hay más que contemplar el monumental chalaneo que se traen en la Carrera de San Jerónimo a costa del asunto de la financiación catalana, vía Estatut, para comprobar cuan reiteradas y previsibles son las cansinas polémicas economico-territoriales con las que nos regalan un día sí y otro también estos desahogados muchachos que buscan el pan en la cosa pública, puede que con poco conocimiento y más bien a cualquier precio.
El asunto me recuerda vivamente la célebre polémica del arancel. Corría el año 1869, cuando al bueno de Don Laureano Figuerola, glorioso inventor de la peseta, se le instaló entre ceja y ceja la loable idea de implantar en España un gravamen a la importación tibiamente librecambista. La madurez competitiva que habían ido desarrollando los países europeos frente a la todopoderosa Inglaterra, aconsejaba sin duda una franca apertura al exterior que podría propiciar que la economía española se desarrollase de una vez por todas como un organismo natural y no como una endeble plantita de invernadero, estado a la que le habían relegado décadas de aranceles a la importación férreamente proteccionistas. Pese a que la modificación que proponía Figuerola era francamente moderada, mantenía una carga a la importación que oscilaba entre el 20 y el 30% del valor del producto, desató un verdadero vendaval de protestas que a punto estuvieron de dar al traste con la reforma. El eje de los productores, el textil catalán, el hierro vasco y el grano castellano, elevaron inflamadas protestas contra una medida que, suponían, acabaría con la delicada industria nacional. Pero, ¿quieren saber quienes fueron los principales detractores de Figuerola?, significativamente Pi i Margall y el fabricante textíl Puig i Llagostera. Es decir, un federalista y proto-nacionalista convencido el uno y un singular representante de la burguesía catalana el otro. O sea, la misma unión de intereses que hoy, sin ningún esfuerzo, podemos seguir contemplando. Un tándem de una voluntariedad encomiable que nunca ha dejado de realizar su concienzudo trabajo de “lucha por lo nuestro”. ¿Qué nos queda a los demás?, yo, es claro, no lo sé, aunque se me ocurre preguntarme qué cara se le pondría a la rémora si un buen día el malhadado tiburón decidiese despedirla y prescindir de sus gentiles, generosos y abnegados servicios. ¿A qué nuevo inquilino iría a incomodar la rémora?, tal vez a Francia, claro que por allí tienen la mala costumbre de pensar que los ciudadanos son iguales ante la ley, incluso aunque vean la primera luz en provincias diferentes, ¡canallas de jacobinos!