El barril de amontillado

Un Blog de Juan Granados. Algunos artículos y comentarios por una sociedad abierta.

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martes, diciembre 20, 2005

Bloomsday



El jueves, 16 de junio de 1904, en su fictício domicilio del número 7 de Eccies Street, Leopold Bloom, dublinés de 38 años, melómano esencialmente indolente, dado a la elucubración y a la fantasía industrial y del negocio, hijo de un judío húngaro convertido al protestantismo que dio en quitarse la vida por razones poco claras y de una apacible matrona irlandesa, esposo de la muy sanguínea y muy católica Molly Bloom, hija a su vez de la sefardí gibraltareña Lunita Laredo, padre de un niño muerto, amigo de Stephen Dedalus, un exalumno aventajado de los jesuitas que, llegado el caso, fue incapaz de acceder a las peticiones de su madre que desde el lecho de muerte solicitaba unas preces de su vástago; este Leopold Bloom de existencia mas bien tópica, se disponía hacia las ocho de la mañana a preparar su desayuno, el de su esposa y el de su gata, antes de iniciar un intenso periplo dublinés que le llevaría tras la inevitable y muy placentera visita al retrete y al baño a presenciar un entierro, a ser testigo del curioso anuncio de Alexander Keyes, a celebrar un almuerzo insustancial en la taberna de Davy Byrne a base de salchichón Dennys, riñones de cerdo y cerveza Guinness. También y ya después de comer a realizar una visita al museo y a la biblioteca nacional, luego una estimulante búsqueda de libros a lo largo de Bedford Row, Merchants Aren y Wellington Quay. Más tarde a disfrutar de la música en el Ormond Hotel, para, a continuación, protagonizar un desagradable altercado con un canallesco individuo en el local de Bernard Kiernan. Tras esto y como para reponerse, un período de tiempo en blanco incluyendo un paseo en coche, posteriormente una visita a una casa de duelo, la asistencia al laborioso parto de la señora Mina Purefoy y, por fin, atreverse a formar parte de una celebración más bien lamentable en el prostíbulo de la señora Bella Cohen, 82 Tyrone Street. Como colofón el subsiguiente alboroto en Beaver Street, una errática deambulación nocturna y el agitado reposo a una hora indefinida de la madrugada al lado de la parlanchina Molly Bloom.
Aunque James Joyce publicó su Ulysses en 1922, se cumple ahora un siglo del poliédrico periplo de Leopold Bloom que, como es sabido, se conmemora desde 1954 en medio mundo bajo el nombre de Bloomsday. Los devotos de Joyce que tienen la oportunidad de visitar Dublín cada 16 de junio procuran seguir lo más fielmente posible el deambular urbano y peripatético de Mr. Bloom, vestidos de época y trasegando Guinness a conveniencia. No es para menos, se sea o no partidario de los retruécanos verbales de Joyce, de su exceso narrativo o de su forma inconexa y surrealista de escribir, se ha de reconocer la genialidad que supuso descubrir entonces que cualquier existencia resulta novelable, que todo interesa si está convenientemente contado, seguramente porque, haciéndose bien, se reflejan puntualmente retazos de existencia, exactas notas de la más intensa y conmovedora humanidad. El Ulises supuso entonces un verdadero hallazgo literario, un exquisito descubrimiento que demuestra por sí mismo la utilidad de la literatura cuando proporciona pasto de altura para el espíritu y razones poderosas para la libertad de pensamiento y el azote del convencionalismo burgués. Pero ¡ay! nadie es perfecto ni buen émulo de sí mismo, Joyce, tal vez movido por un éxito que no podía esperar, quiso rizar el rizo y exprimir su propia fórmula con Finnegans Wake, su obra postrera. Tengo para mí que muy pocos han podido llegar al final de esta novela tardía del genio irlandés, es más, creo que se debe leer Finnegans Wake con cierta prevención y sólo en períodos vitales de extremo equilibrio emocional, pues su despreocupada lectura puede conducir fácilmente a la enajenación y hasta a la más turbia demencia del lector desprevenido. Es lo malo que tienen estas cosas, así, como la más perniciosa de sus secuelas, existe desde entonces una legión de autoproclamados escritores que después de oír hablar del Ulises, casi nunca tras leerlo, inician puntualmente experimentos literarios que aunque se basan en un modo de hacer inaugurado en 1922 pretenden hacer pasar por modernos y arriesgados. Sin embargo en la literatura como en el arte casi todo está dicho, conviene no olvidarlo y sí, el Ulises es imponente, pero tal vez debamos dejarlo estar y no tratar de seguir inspiraciones que el mismo Joyce fue incapaz de definir más allá del atribulado jueves de Leopold Bloom.

Junio de 2004

“Siente un pobre a su mesa”



“El mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra. El político hizo un gesto y desapareció el mago”. (Woody Allen).

Vaya por delante que no me fío de quien detesta la Navidad. Igual hasta puedo comprender muchas de sus argumentos, pero seguiré sin fiarme. Hay que tener mucha bilis en el cuerpo para no encontrar alguna razón por la que merezca la pena sentarse en torno a una mesa con los seres que, mejor o peor, te acompañan en la vida. Siempre he creído que el final de diciembre señala una especie de punto y aparte en nuestro atolondrado devenir que conviene aprovechar. Sí, ya sabemos todo eso del gesto automatizado, del rito mil veces repetido, del alocado dispendio en los grandes almacenes y, aún con todo, sigo pensando que esos días de reencuentro, de espacio compartido en torno a los iconos que gobernaron nuestra niñez, hace mas bien que mal al mundo.
A veces me pregunto como les irá en Nochebuena a los que viven consecuentemente con sus ideas y por lo tanto no creen conveniente celebrar fiestas contrarias a la objetiva y laica razón. No lo sé, pero me los puedo imaginar carcomidos por el rigor de su pensamiento, latilla de sardinas en ristre, procurando obviar el alumbrado urbano y el sonsonete de villancicos que deambula por las calles del centro. Debe ser muy duro ser consecuente, yo no lo soy y me va muy bien así, abonándome a toda cuanta francachela de amigotes me cae a la mano, todo cuanto reencuentro familiar se me ofrece, las correspondientes cenas de empresa, las visitas a los belenes, las cabalgatas de Reyes, Papa Noel o Santa Claus o quien demonios sea y esas inolvidables tardes al amor de la lumbre disponiendo en orden cartesiano los infectos adornillos que celebran el feliz natalicio del niño de Belén. ¿Qué se la va a hacer?, uno es así de tornadizo.
Tengo para mí que no soy el único, cuando mi admirado Berlanga parió en 1961 la epopeya de Plácido, aquel infeliz que transportaba para la empresa de ollas “Cocinex” todo lo que se le mandaba a bordo de su motocarro engalanado con la estrella de Oriente, ya fuese una compañía de cómicos venidos a menos, el cadáver de un desgraciado que había decidido morirse en mitad de la campaña “siente a un pobre a su mesa” o una untuosa cesta de Navidad que, naturalmente, al final no sería para él, dejó en nosotros la clara consciencia de que el miserable lenguaje del poder no cambiará jamás, pero también, en el momento en que finalmente Plácido consigue pagar la primera letra del motocarro, llega a su humilde morada y apaga por fin la luminosa estrella que ha paseado por toda la ciudad, en ese instante en que la cámara funde en negro, sabemos que en aquella casucha sin esperanza se han juntado unos cuantos corazones para agradecer que siguen vivos y que se quieren por encima de toda contingencia. Bueno, yo creo lo mismo, me siento con los que me quieren y con los que quiero, soy muy consciente de que no lo podré hacer siempre. Con que, Feliz y venturosa Navidad.

diciembre de 2005

sábado, diciembre 17, 2005

0,618 o Jesús Risueño en el laberinto





“Todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al sentimiento” (Pascal)


De entre las cosas seguras y vivificantes que aporta el otoño, una de mis favoritas es que suele haber nueva exposición de Jesús Risueño. Conocedor como soy de sus veranos febriles dedicados a la más disciplinada creación, espero cada año con impaciencia su nueva propuesta allá por el tiempo en que la tarde viene ya fresca y el espíritu se recupera del desorden estival.
Y si, Jesús que no defrauda nunca me llama puntual para enseñarme en primicia el parto que corresponde al 2004. Yo ya sabía que no hay nadie que se tome más en serio el trabajo que Jesús, pero esta vez casi me sorprende con el pasto teórico que aporta en su nueva batería de acrílicos sobre lienzo.
Tal parece que Jesús ha dedicado el verano a convivir con las entretelas de la serie de Fibonacci, con el Modulor, el rojo y el azul, de Le Courbusier, también con Koch y sus curvas, esas que parecen copos de nieve, con el infinito eterno de los fractales de Mandelbrot y hasta con Pitágoras y Heráclito llegado el caso. Contemplando con avidez sus series compruebo qué quería expresar Feigenbaum cuando afirmaba: “Las cosas operan sobre sí mismas, una y otra vez”, variante simple y a la vez afortunada del “Todo fluye” del efesio. Y, en fin, inexorablemente me quedo allí plantado en su estudio ante todo un universo de formas en permanente iteración entre geometría y gesto.
El pasado otoño había dejado a Jesús enfrascado entre sus paisajes deconstruídos, sus texturas transparentes y sus formas de rotundidad escultórica que reflejaban sobre cualquier otro supuesto el delicado juego entre orden y caos, que, de seguir la geometría menos euclidiana y convencional, vienen a ser la misma cosa contemplada a diferente escala y con diferente grado de concreción. Pues bien, estamos ahora ante una nueva vuelta de tuerca, donde además de lo anterior, que permanece evidente en un ejercicio de sana coherencia, encontramos nuevas aportaciones eruditas que preceden del mejor clasicismo. Jesús es así, en otro lugar lo definí como inquieto renacentista, hoy tira de su fama para proponernos una contingente reflexión sobre esa razón evanescente y más bien mágica que se llama proporción áurea. Ya saben, el útil criterio armónico que se construye bajo la razón geométrica: “La parte menor es a la mayor como la mayor a la suma de ambas”.
Tal vez no sepamos porqué, pero esa especial vinculación entre los lados de las cosas que se define poco más o menos por el número abreviado Φ (0,618), se nos presenta a la vista como parte de nosotros, como la plasmación estética del alma natural. No es extraño entonces que la proporción áurea regule mágicamente nuestra interpretación del mundo desde que comprendemos que la realidad construida o proyectada utilizando esta determinada razón geométrica nos resulta extrañamente familiar y agradable. Vale lo mismo que se trate de un templo griego, de la cruz cristiana, de un naipe, una tarjeta de crédito, la espiral de los moluscos, la distribución de las hojas en un helecho o de las pipas en un girasol, el elegante rizo de las olas, la belleza simple del edificio de la Asamblea General de la ONU o los principios del Modulor Courbusieriano. El caso es que la divina proporción está en todas partes, siempre nos ha acompañado y en buena medida la propuesta de Jesús se dedica hoy a reflexionar apasionadamente sobre esta idea de naturaleza y estructura o, por mejor decir de naturaleza estructurada.
De esta manera la exposición se concreta en dos series, azul y roja, destinadas a incorporar como juego el concepto áureo, que a veces el artista ha querido hacer evidente y otras no tanto, en reto permanente al espectador. Ambas aparecen vinculadas entre sí por cuadros donde el fragmento, la realidad acotada, obliga al que observa a averiguar cual es la forma matriz que ha generado la pintura, rompiendo de esta manera linealidades, tal vez para impedir que olvidemos que el arte contemporáneo nos concede poder contemplar longitudes infinitas dentro de áreas finitas, privilegio muy parecido a lo que llamamos libertad, que, al fin, aporta un vivificante contenido a la promesa que encierra la palabra geometría.
Es así como Jesús, hombre de método, en su particular laberinto de probabilidades e incertidumbres, sigue su propio hilo de Ariadna que le permite no perderse nunca, afianzado en una técnica magistral, rara ya de ver, y en una potencia conceptual aún más extraña teniendo en cuenta los parámetros convencionales del arte que con más frecuencia se nos obliga a soportar.


septiembre de 2004

11 M: Ensayo sobre la barbarie






“No hubo nada más que un relámpago amarillo cerca de su tobillo. Quedó inmóvil un instante. No gritó. Cayó suavemente como cae un árbol. En la arena, ni siquiera hizo ruido.” (Antoine de Saint-Exupéry: El Principito )


Sucede cada vez que la muerte inesperada nos visita, observamos incrédulos la barbarie; diligentes, los que viven del erario desempolvan levitas y chisteras negras, suspiran, dicen “nuestros muertos” y encabezan el duelo, luego publican un sentido manifiesto, pasean un rato la pancarta y se van juntos a comer mientras despotrican los unos contra los otros por ver quien se queda esta vez al cargo del chiringo aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid. Los demás abrazamos fuerte a nuestros hijos porque necesitamos saber que siguen con nosotros y lloramos cuando las lágrimas se abren paso para liberar nuestro dolor, por ellos, por todos, y luego nada, nadie puede salvarnos de la barbarie que no cesa, sólo los bárbaros pueden dejar de serlo, no se les puede convencer, no hay manera de obligarles a prescindir del odio que diseminan con saña sus santones ignorantes.
Alrededor, en las sociedades abiertas, los bien pagados analistas le echan la culpa a nuestra insultante opulencia, al gobierno, al amigo americano, a las multinacionales, al petróleo, puede que hasta a la RENFE o al pedrisco. Pero no, los rostros bañados en sangre, las miradas perdidas para siempre, los inocentes convertidos en muñecos de trapo en posturas imposibles, todo el horror de estos días, se explica sólo de una manera, seis o siete desgraciados cargados de explosivos se suben a un tren y luego lo vuelan, sólo ellos saben porqué, no es necesario explicar la mente abyecta de un asesino, sencillamente porque no se puede, buscar explicaciones es también buscar justificaciones y las justificaciones, como ha sido notorio, sirven sólo a los intereses de los directos beneficiarios del río revuelto.
Es así que la ingenuidad de las democracias laicas, con sus valores y su moral, digamos que universal, con toda su roussoniana fe en la bondad intrínseca del ser humano, con todas sus explicaciones y garantías legales, debe causar mucha gracia a los salvajes que nos agreden de tan miserable manera a la mayor gloria de un dios tan medieval como ceniciento, concebido a su exacta y ruin semejanza.
Triste es, en suma, que sabiendo todo esto como lo sabemos desde los tiempos de Jomeini, nos dediquemos a culparnos los unos a los otros en medio de tan ominosas jornadas. Aún no he escuchado a nadie decir algo al respecto de estos miserables que vivían cómodamente entre nosotros pasando droga y gestionando locutorios telefónicos y sí mucho de nuestros gobernantes. El pensamiento occidental resulta a veces idiota en su conmiseración para con los asesinos, no hizo falta invadir a nadie para que estos mismos pollos se sintiesen justificados para segar miles de vidas inocentes en las Torres Gemelas, tampoco debemos estar seguros de que el 11-M haya ocurrido por haber montado inoportunamente una base española en Irak, a lo mejor nos matan sólo por ver qué pasa luego, para comprobar si a base de bombazos se montan un buen chiringo confesional, inauguran un nuevo orden ecuménico que nos vuelva a las profundidades del siglo XI y de paso se forran trabajando un día, un sólo e infame día al año.


11 de marzo de 2004

Consolatio Philosofae


"Una mujer que no sea una estúpida, antes o después, encuentra una ruina humana y trata de salvarla. Alguna vez lo consigue. Pero una mujer que no sea una estúpida, antes o después encuentra un hombre sano y lo reduce a escombros. Lo consigue siempre,”
( Cesare Pavese: El oficio de vivir, agosto de 1937).

Al igual que en su día aconsejaba vehementemente Italo Calvino a quien quería escucharle, me gustaría defender aquí la necesidad que todos tenemos de volver a los clásicos. No sólo por el mero placer de leerlos, que también, sinó para comprobar de primera mano cómo casi todo está dicho. Muchas de las formulaciones que cada día se presentan como novedosas y proporcionadoras de luces, no son más que groseras reinterpretaciones de lo ya pensado por otros. En este sentido, nada nuevo bajo el sol.
Así, por ejemplo, sería recomendable que nuestros políticos de “profesión” se tomasen de una bendita vez la molestia de releer a Alexis de Tocqueville, o que nuestros flamantes economistas le viesen al menos el forro a las obras de David Ricardo o John Stuart Mill y no se conformasen con lo que los manuales al uso dicen sobre ellos, que es nada. Pero sobre todo, que los en general poco afortunados redactores de esos libros que se denominan de “autoayuda” que habitualmente ayudan sólo a la economía del propietario del copyright, relean lo mucho que la buena filosofía ha dicho sobre las esencias humanas. Encontrarán allí la verdadera y más efectiva consolatio philosophiae.
Como muestra puedo contar que manejo estos días con verdadero placer un ejemplar de la Ética del judío holandés de origen castellano o portugués Baruch Spinoza. A lo largo de la obra estructurada según un impecable ordine geométrico cartesiano, con estudiada cadencia de definiciones, axiomas, postulados, lemas, proposiciones y escolios, donde caben, entre muchas otras, reflexiones sobre Dios, el gobierno de los pueblos y las siempre complejas relaciones entre los hombres, observo un pensamiento de una hermosa y sincera racionalidad, que en mi opinión puede otorgar bastante consuelo a nuestros espíritus en ocasiones atribulados por lo que no pueden dominar ni conocer. En fin, que se descubren en Spinoza verdaderas cualidades terapéuticas, en todo superiores a las magras soluciones de bolsillo que se pueden ojear en los quioscos.
Así, como muestra, podemos ver aunque sea brevemente qué opinaba el bueno del filósofo sobre el amor no correspondido, elemento doloroso y extendido en todo tiempo. El mismo Spinoza aseguraba que los afectos son la verdadera esencia de lo humano, aún antes que la misma razón, pues son los sentimientos, decía, los que causan la verdadera servidumbre moral del hombre. Así podía afirmar: “cuando el alma imagina su impotencia, se entristece”, o “el hombre sometido a los afectos no es independiente, sinó que está bajo la jurisdicción de la fortuna”, ¿existe entonces salvación para el dolor que causa la pérdida cierta del amor?, la respuesta parece a priori bastante descorazonadora: “Un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sinó por medio de un afecto más fuerte que la afección que experimentamos”. Cuestión que se pone aún más difícil al comprobar cuán gráfico puede llegar a ser Spinoza a la hora de explicar los celos y el odio al rival, pues afirmaba con toda crudeza que esa pasión negativa se incrementa al imaginar las secreciones de quien posee al ser amado, nada menos.
Sin embargo, ya hacia el final de su Ética, podemos comprobar cómo el sabio permitía una puerta abierta a la esperanza otorgando a la razón la capacidad de regir y aún reprimir los afectos hasta dominarlos completamente, todo ello a través de la perfección del entendimiento, por lo que concedía muchas ventajas al hombre instruido sobre el ígnaro. De todas maneras, la tarea se presenta como difícil, tanto como el ejemplo que propone tomándolo de la ciencia estoica: conseguir olvidar un afecto es como lograr que un perro cazador y otro faldero cambien con trabajo y disciplina sus respectivas tendencias, de forma que el faldero vaya compulsivamente a cazar y el de caza deje de correr tras la liebre que se suelta ante sus narices. Difícil pero no imposible, de hecho, leemos: “un afecto que es una pasión deja de ser pasión cuando nos formamos de él una idea clara y distinta”. Es decir, ninguna idealización, por ciega que sea, supera el paso del tiempo, resulta instructivo que nos lo recuerden de cuando en vez.



Julio de 2003

Ruínas de barro





En la tierra antigua de Mesopotamia, entre los cauces generosos de los padres Éufrates y Tigris, donde el hombre se hizo agricultor, constructor y escritor por vez primera, abundan las ruínas. Sin embargo, casi no se hacen notar porque generalmente se muestran en medio del paisaje como simples, leves y discretísimos montículos de barro, apenas un accidente en la profundidad del desierto barrido por todos los vientos. Las ruínas poseen nombres poderosos, se llaman Ur, Uruk, Kish, Nippur, Lagash, Mari, Assur, Nínive, Babilonia...en tiempos muy pasados fueron orgullosas y bellas formas urbanas, el Lagash del patesi Gudea, el digno gobernante, el Ur del gran Ziggurat y de las tumbas reales, la Babilonia de Semíramis, con sus murallas azul cobalto y sus jardines colgantes, Nínive, la de las puertas orladas de Lamassus; formaban todas ellas, cada una a su tiempo y a su modo, parte esencial de la tierra de la civilización, de la cerámica, de la aritmética, de los graneros, de la escritura cuneiforme, del héroe Gilgamesh, de las estatuas orantes de grandes ojos asombrados, del legislador Hammurabi, de los astrónomos y los arquitectos, también de la guerra perenne. Sabido es que en la vieja Mesopotamia se esceneficó desde el principio del mundo la lucha atávica entre los pastores de la montaña y los agricultores de la llanura. Siempre ha habido alguien que venía desde lejos deseando para sí lo que otros ya habían conseguido. Primero los hombres rudos de Elam y Asiria, luego medos y persas, después todos los demás.
Todo ello no fué gracias a la tierra, sinó a pesar suyo. Entre los dos ríos que corren distanciados gran parte de su curso, sólo existía una región de relieve ondulado castigada por un sol inmisericorde. En Mesopotamia llueve muy raramente y cuando lo hace es en forma de tormentas repentinas que convierten el desierto en un yermo de fango, de lagunas estancadas, de ciénagas con cañaverales que de inmediato secan los impetuosos vientos del desierto. En Mesopotamia no existe más material de construcción que la arcilla, tampoco hay metales que utilizar, Sumer y Akkad ofrecían muy poco al hombre, sólo el agua de sus ríos y una tierra fácil de labrar. Pero el hombre la hizo suya antes que ninguna otra, de ahí deviene su atracción y su misteriosa grandeza.
Todos quisieron poseerla, Ciro, Alejandro, Roma, los guerreros mongoles, los orgullosos califas Abbasidas, que terminaron por sentar allí su gran capital a mayor gloria de Alá, el Clemente, el Misericordoso, luego la desearon los turcos, los británicos y todo aquel que puso una vez su mirada en ella. Así es que nunca reinó la paz sobre el yermo impasible entre los dos ríos. Cuando la pez amarga que afloraba aquí y allá para abastecer candiles y curar escrúfulas se volvió oro negro, otros hombres ansiaron dominarla, las razones no parecían entonces, ni parecen ahora, muy diferentes de las esgrimidas por los anteriores, los métodos tampoco, la vieja tierra vuelve a sufrir por la suerte de los hombres que la cultivan.
Las discretas ruínas de Mesopotamia son de barro y parecen montículos creados por capricho del viento, se nombran con hermosas palabras, se llaman Ur, Uruk, Kish, Nippur, Lagash, Mari, Assur, Nínive, Babilonia...pronto habrá más, se recordarán con nombres igual de hermosos, se dirá: las ruínas de Bagdag, Kerbela, Nasiriya, Mosul, Basora, Kirkuk, y cumpliendo una vez más lo mil veces escrito, todo lo conquistado será viento del desierto y ganacia temporal para el conquistador. Ocurre que, como siempre ha hecho, la madre Mesopotamia engullirá a sus poseedores para dejar sitio a los siguientes, su generosidad es finita y contada, también cruel, cuando todo pase, el viento del desierto se encargará de volver torneadas ruínas las torres de acero que hoy erige la codicia. Al fin, es como si todo estuviese dicho desde el principio, ya lo advertía sabiamente la epopeya de Gilgamesh: “¿Quien, amigos es superior a la muerte? / Sólo los dioses viven por siempre bajo el sol / Pero los hombres tienen sus días contados / ¡Todo lo que conquisten no es sinó viento!



marzo de 2003

Elogio de Antonio Lobo Antunes




Supe de Lobo Antunes ya hace años por un programa de libros, de esos que suelen poner en horario comercial, a las dos o tres de la mañana, y el personaje me fascinó en el acto. Es Don Antonio un tipo elegante, silencioso y comedido, como muchos portugueses, también culto, guapo, bastante sordo y encantador. A Lobo Antunes, psiquiatra de Benfica ganado para la causa de las letras, le pasa lo que a los grandes, no está del todo seguro de nada de lo que piensa, a veces tampoco de si son buenos los textos que plasma con letra apretada y minúscula sobre unos folios del hospital Miguel Bombarda de Lisboa que rezan servicios clínicos en su encabezamiento, pero defiende sus referentes literarios: Chéjov, Cervantes, Sterne, Unamuno, Goethe, Quevedo, Camôes, nuestra Rosalía... y sobre todo el valor del trabajo diario y la importancia del rigor en lo que se hace, eso siempre es un alivio y muy de agradecer. Muchos de ustedes lo conocerán y sabrán como yo que es un escritor excelente, para mi más cerca de la verdadera escritura que el a veces excesivamente roussoniano y mesiánico Saramago, ahora mucho más célebre que él, aunque creo que sólo por el momento. Cuando Lobo habla de la realidad la describe sencilla y llanamente, como si diera igual aunque resulta claro que no todo da igual, la guerra de Angola, los amores, la muerte de la compañera, los amigos perdidos no dan igual, pero así se debe relatar, como hacía también Cela, aunque de cuando en vez confesase, como confesó en aquella célebre afirmación de se Mazurca: “La vida sigue pero no igual, la vida nunca sigue igual y con el dolor por medio, menos aún”. A mi me parece que buena parte de la esencia de la literatura se concentra en esa forma de hacer. Por eso, defiendo la obra del silente Antunes como encomiable y mucho más entretenida y por veces humorística que lo que a menudo se quiere ver en él. Para muestra e ilustración cedo de mi reducido espacio quincenal un botón extraído de su Manual dos Inquisidores: “...e caminhei para casa esquecida da febre das roseiras, com a minha sombra e a sombra da criança confundidas como se o menino fosse meu, como ainda hoje, que ele escreveu, teve filhos, o senhor doutor me expulsou da quinta, os do tribunal expulsaram o menino e deixei de o ver, continuo a pensar que era meu, que é meu, foi conmigo que ele començou a andar e a falar, era conmigo que adormecía, era por mim que a meio da noite chamava, apavorado com o escuro...”


noviembre de 2002

Queso blanco, Rakia y un célebre lago de Macedonia



Cuando Kitín Muñoz el aventurero oficial de estos reinos y su novia Kalina se preparaban a conciencia para ser ascendidos a ciertos montes de Bulgaria con el propósito de casarse bajo la bendición del padre de ella, hoy Simeón-político ayer Simeón-rey sin corona afincado en Madrid, el que suscribe descendía en no muy buen estado de salud la cordillera de los Pirin, unos montes parecidos también búlgaros, con el firme propósito de tomar el llano lo antes posible.
Di en ir a Bulgaria gracias a la generosa invitación de nuestro alcalde de Cambre para participar junto a otros colegas en un programa de hermanamiento con la población de Razlog, auspiciado por la comisión europea. Un madrugón y tres vuelos sólo interrumpidos por una balsámica estancia en uno de esos smoker’s corner con molinillo dispersor de humos del aeropuerto de Viena, nos depositaron en el muy pequeño y muy inquietante aeropuerto de Sofia. Uno cuando viaja siempre lo hace en la mejor de las disposiciones para lo que el mundo tenga a bien ofrecerle, así que una vez depositado frente a la decena de ventanillas destinadas al control de pasaportes, me dirigí con decisión hacia la única ocupada por una mujer policía, que presentaba un Look poststalinista irresistible: uniforme verde botella, charreteras blancas, verdes y rojas con el lucido escudo búlgaro encima, melena negra suelta y cara recién maquillada. Ni que decir tiene, luego pude ver alguna más, que la funcionaria poseía ese indescriptible rasgado de ojos eslavo, casi asiático pero aún europeo. Le tendí el pasaporte con aire de seguridad occidental, de “ciudadano de la unión”, es sabido que los recién conversos somos los más fervorosos, y sonreí. La bella policía sólo me miró con desdén un instante para comprobar si me parecía a la foto, cuñó de un golpetazo el documento con su tampón en cirílico y largó el pasaporte por donde había venido sin volver a dirigirme la mirada. Pensé entonces a modo de consuelo que el carácter balcánico no es como el nuestro y tenía razón.
Al salir del aeropuerto, otras dos funcionarias, esta vez de la organización, nos introdujeron a ritmo marcial y de a tres en una ristra de taxis opel de trigésima mano que salieron como alma que lleva el diablo en dirección, suponíamos, a Sofia. Todos los taxistas vestían chándal obsoleto y todos conocían A Coruña por el Depor, en las radios sonaba a un volumen poco discreto el aserejé de las hijas del tomate. Las avenidas principales de Sofia tienen algo de luz y conservan ese aire de realismo socialista tan propio del Este, son amplísimas y parecen pensadas para hacer desfilar tanques sobre su brillante adoquinado amarillo. Cosa distinta son los oscuros vericuetos sin pavimento en que se han convertido las calles laterales por las que se nos condujo al hotel. Lo malo fue que el hotel parecía estar reservado pero no lo debía estar del todo. Vuelta a los taxis, ahora sonaban ritmos repetitivos a la turca, cada taxi a su suerte en busca de otro hotel, los taxistas canturrean, no hablan inglés, ni francés, sólo búlgaro y están molestos porque no saben a donde van, nosotros tampoco y comenzamos a sudar frío. Por un milagro del destino conseguimos confluir una parte de la expedición en el mismo hotel, se nos coloca de a dos por cama de matrimonio y se nos proporciona para taparnos un curioso edredón más corto que el colchón que debe tapar, con un agujero circular en el medio, suponemos que para introducir la manta. Por la noche los pies me salen por todas partes, me resfrío inevitablemente, ahora comienzo a creer que para siempre.
Al día siguiente visitamos Sofia. Es una ciudad curiosa y por ratos bella, me gustan especialmente la mezquita turca y la iglesia ortodoxa llamada de los rusos, pero todo parece triste y como abandonado, tampoco extraña si se sabe que un buen sueldo no pasa en Bulgaria de los 160 leva, 80 euros al cambio y que, por ejemplo, una cena simple en una mejana (taberna) cuesta 15 o más leva o que un paquete del buen tabaco nacional no se obtiene por menos de 4. Son las servidumbres de una transición descarnada hacia un capitalismo que no se puede improvisar. Por la tarde viajamos a Razlog en una vieja furgoneta del ejército transida a la vida civil. Por el camino sólo se ven Ladas rusos, aquel Seat 124 nuestro, y algún Trabant de la antigua DDR. Hacemos 140 Km. en tres horas y media para llegar a nuestro albergue de montaña, le dicen hotel “especialista”, en el vecino Bansko, una estación invernal para jerifaltes del partido ahora reconvertida al turismo general. Hace mucho frío, los días pasan entre reuniones y festivales folclóricos con glosas e himnos, las noches comiendo lo mismo que al mediodía: ensalada de queso blanco de vaca, que parece de oveja, yogurt, tomate y pepinillo, después pollo, siempre pollo, nada de cordero como se dice en los prospectos turísticos, para beber vino áspero Cabernet y rakia. La rakia molesta al primer trago pero luego hace la vida más fácil, de fondo siempre una canción popular al acordeón y al clarinete, hablan de ríos, águilas y héroes locales, me gusta especialmente una que siempre repiten, al parecer glosa melancólicamente la belleza de un célebre lago de la vecina Macedonia.

Noviembre de 2002

sábado, diciembre 10, 2005

El atrevido muchacho del trapecio



“-Por supuesto -dijo la señora Macauley-. La escuela solamente sirve para evitar que los niños estén en la calle, pero tarde o temprano tienen que salir al mundo real, les guste o no. Es natural que a los padres y a las madres les dé miedo que sus hijos salgan al mundo, pero no hay de qué tener miedo. El mundo está lleno de criaturas asustadas, se asustan entre ellas.” (de la señora Macauley, William Saroyan.
Ya casi nadie lee a Saroyan, en realidad, casi nadie lee sobre asuntos corrientes que difieran de lo mítico, prefiriendo evasiones más o menos tramadas que parecen concitarse para alejarnos de lo esencial, sea a través de cálices, sábanas, magos u Hortentots. A pesar de ello, me gustaría recordar hoy que no hay asuntos menores en literatura, sino más bien al contrario. La poética, la esencia más cierta de las cosas, suele residir en las historias menudas, cotidianas, particulares. Saroyan lo sabía y lograba regalarnos monumentos literarios narrando, por ejemplo, las tribulaciones de los jóvenes inmigrantes en los USA de los años 30, los recuerdos de una madre al recibir un telegrama anunciándole la muerte de su hijo en el frente o la bullente vida cotidiana de una peluquería de barrio. Elementos contingentes para desentrañar verdades como puños que suelen causar más mal que bien al poder agazapado tras la demagogia.
Es por eso que tengo para mí que nadie en el peripatético y complaciente gobierno que nos conduce, ha leído a Saroyan. Si lo hubiesen hecho, probablemente no tratarían de gobernar junto a partidos que, como un mal novio o una mala novia, sólo desean la más pronta ruina de tu solar. A los malos novios y a las malas novias no se les debe dar conversación ni acatamiento, al contrario, ha de despedírseles muy correctamente en la esperanza de no tenerles que soportar nunca más. Si hubiesen leído a Saroyan podrían dirigirse a estos tipos hirsutos y malencarados que les obligan a gobernar al dictado, para recordarles dos o tres verdades eternas de las que el bueno del cuentista de origen armenio dejó dichas en medio del “atrevido muchacho del trapecio”, ésta por ejemplo: “No creo en las razas. No creo en los gobiernos. Veo la vida como una sola vida al mismo tiempo, millones y millones de vidas simultáneamente por toda la Tierra. Los bebés que aún no han aprendido a hablar ninguna lengua son la única raza del mundo, el género humano: el resto, es pretensión, lo que llamamos civilización, odio, miedo, ambición de poder..., pero un bebé es un bebé. Y la forma en que lloran: ahí está la confraternidad humana, en los bebés que lloran”. Más que nada para que la legión de tristes profetas de campanario que hoy lo señorea todo, vaya aprendiendo de qué demonios va esto.

diciembre de 2005

domingo, diciembre 04, 2005

“Animal Farm”




“Pero de cualquier manera, ni los cerdos ni los perros producían nada comestible mediante su propio trabajo; eran muchos y siempre tenían buen apetito”. George Orwell, Rebelión en la granja.

La insidia, el interés, la manipulación, el peso de la ideología; ¿cuantas veces más habrán de advertirnos para que lo comprendamos? En plena guerra mundial, a George Orwell le costó Dios y ayuda que “Rebelión en la Granja” viese la luz. No es que su hilarante crítica al sistema soviético fuese directamente censurada, fue algo peor, no alcanzó el interés de ningún editor “decente” porque para la intelectualidad británica la puesta en cuestión de la triunfante izquierda antifascista no tenía cabida en su pensamiento, “había cosas que no se podían decir”, la mala conciencia pequeño burguesa impedía censurar a la vanguardia ideológica que representaba el valiente camarada Stalin. Hacer lo contrario supondría, cuando menos, ser tachado de reaccionario e insensible imperialista, carne de capital, uno más de los miserables hijos de Monipodio.
Cayó el muro, las sociedades abiertas parecieron respirar tranquilas, como si por una vez, cada quien pudiese aplicarse a su afán sin mayor cortapisa. Entretanto la intelectualidad de izquierda, tras algún balbuceo, buscó refugio en otras batallas, la interculturalidad, la ecología...o eso parecía. Pero no, lejos de arrepentirse, cuando un corpus ideológico parece periclitar, más pronto que tarde otro lo reemplaza, con sus mismos decálogos machacones y sus dogmáticas máximas destinadas a la general alienación de conciencias. Es así que la Libertad permanece en constante peligro ante la ideología organizada. Véase por ejemplo el asunto nacionalista al que tanto pábulo concede el presidente Rodríguez. Un par de décadas de “políticas normalizadoras”, la expresión tiene ya su enjundia, “full de queixa” e inspectores lingüísticos incluidos, permiten, entre otras lindezas, que se defienda a pecho partido la libertad de expresión de cualquier medio de comunicación, así sea de Al Qaeda, de ETA o del mismísimo Landrú redivivo. Ahora bien, tratándose de la piscina de un director de un diario desafecto o de una emisora de radio clerical, la cosa es diferente. A estos descarados, la divina izquierda, fiel a su estilo de siempre, aplicando su célebre ley de la paja en ojo ajeno o del embudo barredor para casa, mira sistemáticamente a otra parte ante las “chiquilladas” de estos graciosos muchachos que visten riguroso terno negro y lucen coche oficial del trinque. “Algo habrán hecho”, se dicen y se les deja hacer, a lo mejor para ver hasta donde son capaces de llegar con sus malos modos, punto gangsteriles. Al fin, como aseguraba el lema corregido que procuraba embellecer el frontispicio de la antigua granja Manor, luego bautizada como la feliz e industriosa “Animal farm” por los gorrinos que la habían tomado por revolucionario asalto: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”

Diciembre de 2005