El barril de amontillado

Un Blog de Juan Granados. Algunos artículos y comentarios por una sociedad abierta.

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domingo, octubre 30, 2005

El sacristán que rabió



Juan Diego Sánchez Arnoso, sacristán y portero de una catedral gótica y mesetaria, protegido del canónigo fabriquero desde la niñez, tenía la voz atiplada y muy malos fundamentos. Su mayor disfrute consistía en expulsar con voces estridentes, siempre cinco minutos antes de la hora, a los turistas que pagaban por ver el coro de Gaspar Becerra. Lo hacía con especial placer cuando su instinto de sabandija detectaba que los visitantes disfrutaban verdaderamente de la contemplación atenta de aquellas prodigiosas tallas manieristas que tanto debían al ejemplo de Miguel Ángel. No contento con esto, hostigaba también a sus propios parroquianos por la sencilla vía de la displicencia, lo hacía sobre todo con los pobres, los divorciados y los talentosos e incluso brillantes poseedores de cualquier habilidad, especialidad o maña. Cuando veía venir a alguien de estas características, mejor si venía sólo, se cruzaba ante él con prisa fingida y entonaba un horrísono y acusador “Buenos días” para seguir su camino con cara de haba sin siquiera mirar a su víctima. Se concluye que Juan Diego Sánchez Arnoso odiaba a casi todo el mundo, sólo toleraba con cierta condescendencia a las mujerucas del rosario por la miserable razón de que solían hacer caso de su hueco parlamento, también prestaban oídos a la maledicencia que difundía cada mañana con meditado placer.
Es posible que a Juan Diego Sánchez Arnoso le vinieran sus males de que había tenido en la juventud un par de ideas creativas que nunca fueron bien recibidas por nadie. La primera había sido una ocurrencia para un cuadro surrealista, se había propuesto pintar en gran formato un espectro de silueta humana trepando por un gigantesco cepillo de dientes, sus compañeros de tertulia habían rechazado la inventiva por considerarla demasiado obvia en sus connotaciones fálico-freudianas. La segunda y última idea de su vida fue un primer y único verso destinado a iniciar un largo poemario levemente autobiográfico. El verso decía: “Yo nací hecho canción”, con él sólo consiguió despertar la hilaridad de los que lo habían escuchado, frustrando así para siempre su carrera de poeta.
Sin embargo al sacristán le restaba un motivo de orgullo, su hijo primogénito, que se hacía llamar Juan Diego Sánchez-Arnoso Díaz por arte de los guiones oportunamente dispuestos en connivencia con el registro civil. Juan Diego Sánchez-Arnoso Díaz se había afiliado a las juventudes de un partido y apuntaba maneras de político. De hecho el muchacho había terminado mal que bien económicas, sabía repetir machaconamente en público frases convenientemente estipuladas como “hechos y no promesas” o “tiempo es de cambiar las cosas”, cuando decía esto movía a la vez rítmica y enfáticamente el brazo derecho como le habían enseñado o, a la menor ocasión, abría los brazos en gesto de abrazo integrador como también le habían señalado que debía hacer. Cuando el sacristán contemplaba estos prodigios de psicología social aplicada tan bien interpretados por uno de su propia casta en beneficio del torpe procomún, sonreía para sí, miraba orondo a izquierda y derecha y suspiraba de placer.
Sin embargo, para su desgracia no todos sus vástagos suponían tan glorioso ejemplo de buena crianza, una hija suya, Bernadette Sánchez Díaz, le había salido más bien libertaria y descreída. Un buen día Bernadette decidió que ya había soportado suficientemente al sacristán y al político, hizo el petate y se fue a conocer los Alpes haciendo autostop. En cierta ocasión, después de ascender en teleférico la Jungfrau, conoció a un suizo de tez colorada al que identificó enseguida como el padre de los gemelos que siempre había deseado traer al mundo. Allí, junto a un lago glaciar se ayuntaron con pasión, el encuentro no fue tan placentero como hubieran deseado porque la piel de ambos estaba quemada por el exceso de insolación. Aún así tuvieron unos preciosos gemelos nueve meses después, niña y niño, les llamaron Isis y Osiris y hoy viven felices los cuatro en Berna regentando una tienda de libros exotéricos en alemán, italiano, francés y romanche. Cuando el sacristán Juan Diego Sánchez Arnoso tuvo noticia cumplida de estas y otras circunstancias, se le agrió aún más el ánimo; ahora no sólo expulsa a gritos a los turistas que visitan el coro, también les apaga la luz sin avisar con la aviesa esperanza de que se partan la crisma.

Enero de 2003

Guía breve para el sosiego del espíritu



Después de muchos años sin saber nada uno del otro, me escribe una vieja amiga, diría que “antigua” para no resultar molesto pero no sé si esto sonaría aún peor. En realidad hablo de una dama espléndida se mire por donde se mire, a la que el tiempo parece afectar sólo tangencialmente para conferirle la necesaria serenidad y cierto asentamiento, porque lo que son arrugas aún no tiene ninguna o yo no quiero verlas. El caso es que mi amiga sin estar del todo triste, no tiene razones objetivas para ello, me dice que se encuentra estos días con el espíritu un poco lánguido, embebida de esa sensación tan familiar a todos de que la vida no transcurre exactamente por donde habíamos previsto o deseado, que por veces todo a nuestro alrededor, desde el trabajo o la compañía hasta los muebles, se nos hace cotidiano, tedioso y de muy mediano pasar. En el fondo, un asunto muy etéreo, algo poético si se quiere y desde luego nada grave. Con ser el problema menor, nada tiene que ver con la trilogía esencial de salud, dinero y amor, puede que sí con esto último, pero de una manera leve y soportable, me siento obligado a proporcionar algún consuelo en la medida de mis muy cortas posibilidades. Con ese fin, se me ocurre elaborar un listado espontáneo de elementos lúdicos que conformen una especie de “Guía para el sosiego del espíritu”: Naturalmente no pienso referirme a ningún invento de carácter paramédico, léase técnicas de relajación, meditación trascendental, aromaterapia, acupuntura o tisanería varia, sino mas bien a remedios propios de andar por casa que vengo practicando con mejor o peor suerte desde siempre. Por lo mismo, no hay que decir que estos intentos resultan siempre fragmentarios y válidos sólo para quien los suscribe, aún así y con la idea de que le sirvan de algo a mi amiga y a ustedes, como habitualmente me sirven a mi cuando camino con el ánimo un poco empañado, propongo lo siguiente:
Veamos, sin duda pasar una tarde con Woody Allen, cualquier cosa escrita o filmada por él, pero puestos a elegir, señalaría tres o cuatro películas esenciales: Annie Hall, Hannah y sus hermanas, Maridos y mujeres y Delitos y Faltas. Deben contemplarse con atención y cuidado para extraer como principal consecuencia que a los seres humanos, siendo como somos relativamente parecidos, nos preocupan siempre las mismas cosas; también sirve para corroborar que en general permanecemos bastante desvalidos ante la adversidad y estamos perdidamente necesitados de humor y consuelo. De la misma manera resultan de mucha ayuda en momentos de tribulación las películas de Billy Wilder, por ejemplo La extraña pareja o El apartamento. Conviene también ver Sopa de ganso de los Hermanos Marx y reírse a gusto de uno mismo después (se pueden saltar los números musicales). Del cine español, y a estos efectos, nada como Berlanga, aún recuerdo de memoria el final de Patrimonio nacional cuando Goyo el fiel mayordomo presenta al marqués a un grupo de turistas japoneses: –“The marquis of Leguineche and son, end of the saga...–Sayonara, guapa” (respondía el cuco marqués mientras la cámara fundía a negro para dar paso a los créditos). Para reírse con ganas resultan muy recomendables las aventuras del rabí Jacob de Louis de Funes (mírenla sin prejuicios antes de opinar, sobre todo la escena del baile en el barrio judío de París) y también esa rara maravilla de Broadway que se llamó Noise off, un lío soberbio de puertas que se abren y se cierran, con Michael Caine, Carol Burnett y la deliciosa Nicolette Sheridan.
En otro orden de cosas destacaría como muy balsámica la línea limpia de Hergé, es bueno sentarse a leer Tintín, saberse Tintín de memoria, aunque no sabría explicar bien el porqué, tal vez porque en Tintín se aprende geografía, todo está claro y es como debe ser, además los problemas al final siempre se arreglan y la alegre troupe termina por volver al confortabilísimo Moulinsart para disfrutar de la vida, ¡Mil rayos y truenos!
No descubro nada si digo que la música hace milagros, aquí señalaría el Soul de Wilson Picket, el Jazz de Chet Baker, todo Pink Floyd y Wish you were here en particular, desde luego también todo de los Beatles, la música extraordinaria de Génesis cuando aún permanecía Peter Gabriel en sus filas, esa maravilla country de los Eagles llamada New kid in town, la música barroca y Bach sobre todos, recuerdo también ahora con melancolía On de beach de Chris Rea...
Por supuesto la literatura, una noche en libertad con un libro, por ejemplo la poesía de Salinas, también la de Neruda, la prosa prodigiosa y caritativa de António Lobo Antunes de la que ya he dado cuenta aquí mismo, la realidad cotidiana reproducida con alma de cirujano por John Steinbeck, el diario suicida de Cesare Pavese del que algún día contaré alguna cosa, Joan Marsé y sus últimas tardes, ese nuevo prodigio llamado Javier Cercas y todo lo que ustedes quieran poner a continuación.
Luego tenemos el Caurel en otoño, Florencia en primavera, Nueva York aunque esté sin torres, el mediterráneo en general y Estambul y la isla de Rodas en particular, también el chocolate oscuro e intenso, de los vinos blancos el Alvariño, de los tintos el Rioja y el Rivera Duero, las chuletas de cordero lechal, el humilde churrasco, mejor si hay chinchulines y mollejas, los canelones que preparaba mi abuela de Barcelona que mi madre reproduce ahora de cuando en vez con singular acierto, a los canelones se les debe llamar así y no “canalones”, que no es más que un artilugio destinado a evacuar con cierto orden las aguas de los tejados, a los canelones nunca se les debe poner tomate y sí menudos de pollo, foie-gras y carne picada de variado origen, son de destacar también el pulpo a la gallega y el pan de molete. Por fin digamos que ayudan también las imágenes y los recuerdos, se puede sobrevivir muy bien con ellos a falta de realidades más tangibles, sólo hay que probar a hacerlo y, de paso, contárselo a alguien, sosegadamente y de paseo, esto último resulta esencial.


Noviembre de 2002

viernes, octubre 28, 2005

Educando en la nada



Un simple vistazo al enésimo anteproyecto de ley orgánica de Educación, esta vez obra del PSOE, viene a mostrarnos la enorme distancia que existe entre teoría y realidad en un asunto tan vital como el futuro académico de nuestros vástagos. Así, vemos que por decreto de ciertos pedagogos de salón, todo lo esencial, todo lo que nos explica y sirve de elemental asiento al saber desaparece bajo el felpudo de la más ágrafa estulticia. Primero fue el latín, ahora parece que le toca a la filosofía. Así que mientras el alumnado debe despedirse de Platón, Aristóteles, Spinoza, Kant o Hegel, nuestros despiertos políticos se llenan la boca celebrando su inconmensurable ingenio al diseñar nuevas y extrañísimas materias como esta de “educación para la ciudadanía” que, de pinta, se parece sólo a aquella otra destinada a la formación del espíritu nacional, porque, alguien debiera decírselo, de constituciones, estatutos y unión europea, si es que de eso se trata como se asegura en el preámbulo del proyecto de ley de marras, siempre se había ocupado hasta ahora el heroico gremio que forma el profesorado de historia. Por cierto que ése será sin duda el próximo en caer a manos de los que sólo se interesan por lo que ha ocurrido bajo sus campanarios.
Es así que todo parece encomendarse a la sana convivencia y a la alegre camaradería, dejando para mejor ocasión los saberes fundamentales, los mismos que luego permiten opinar, discernir o elegir según cierta razón y conocimiento. No hace mucho, me comentaba un colega que se gana la vida impartiendo clases de Historia del Arte, que estaba a punto de tirar la toalla de su inveterado entusiasmo por la docencia, porque que ya no podía con la general desinformación de sus pupilos. Uno de ellos, matriculado en segundo de bachillerato, acababa de comentarle: “Profe, ese Miguel Ángel del que hablas, ¿está aún vivo?”. Peor lo tiene cuando debe explicar iconografía, es decir sentar las claves para la interpretación contextualizada de las obras de arte, ahí, si pregunta si saben quien era el Rey David, o los cuatro evangelistas, o Daniel el del pozo de los leones o Afrodita o Buda o Virgilio...todos le miran con ojos indolentes bajo sus neoboinas de béisbol y niegan sistemáticamente con la cabeza. Luego, en gesto perdulario y tristemente reivindicativo, los más atrevidos le espetan con suficiencia: “Profe, es que nosotros ya no tenemos que leer la Biblia, que esta es una sociedad ciudadana y laica”. Mi amigo aquel día no tuvo ganas de explicarle al tecnocretino que tenía delante que ni Buda ni Virgilio constaban en las entradas disponibles en la Biblia, que Afrodita no era una flauta nasal abisinia y que una cosa es creer lo que se quiera y otra conocer aunque sea tangencialmente la cultura milenaria que nos precede.

mayo de 2005

Syd Barret & Co.

“I've got a bike. You can ride it if you like.It's got a basket, a bell that rings andThings to make it look good.I'd give it to you if I could, but I borrowed it. ” de Bike”, incluída en: The piper at the gates of dawn. Barret, 1967

Este artículo bien pudiera haberse llamado “de como mantener la compostura mental en verano”, pero tal vez hubiese resultado demasiado largo. Pero sí, ocurre que entre tanto pan y circo municipal, léase fiesta de exaltación de la santa panocha asada, feria del triquitrán del tren o recital de poeta maldito, a uno bien puede convertírsele el verano en un lamentable via crucis por la nada, aderezado con lamentable riñonera y olor a chancla y sobaquillo, eso si se encuentra sitio, que por lo general suele estar reservado por iracundas matronas armadas de bolso amenazador.
Pues bien, este maldito verano he dado con un trasunto de solución paliativa, alguien, que sin duda me quiere bien, me ha prestado su discografía completa de Pink Floyd convenientemente introducida en un chisme Mp3, ¡ah, amigos!, qué alivio ir por el mundo ajeno a todo, escuchando la potencia creativa de un genio caído como Syd Barret, seguida luego por la sabiduría musical, llena de sutilezas, de David Gilmore y Roger Waters. Cómo brillan sus locos diamantes entre tanta mediocridad y que bueno es evadirse de la cultura impuesta gracias a estos aparejos que convierten al mundo en un curioso video clip, que se mira o no se mira, se atiende o se ignora, según convenga.
Hace nada tuve la oportunidad de volver a escuchar la guitarra milagrosa de Gilmore. Nada siquiera comparable a esos acordes mágicos, acompañados de ese halo de dignidad sobre el escenario, ni una mueca, ni un saltito bailón, sólo sale, toca y se va. No necesita más para transportarnos a mundos mejores, donde se substituyen muy afortunadamente palabros obtusos como solidaridad, por vocablos pertinentes como amor, luz, lealtad, misericordia o recuerdo cálido del amigo que un día enloqueció por exceso de genio o por exceso de todo, ¿quien lo sabe?
A veces, entre corte y corte, retiro de mi oído uno de los auriculares y regreso a mi verano, ¡Manoooli, corre, que se acaban los berberechos! , grita un tipo que se me acaba de colar por la cara, regreso el auricular a mi oído, ya todo me da igual, como si hoy me salto el almuerzo en platillo de plástico a tantos euros no se qué la pieza, vino y pan aparte. Yo ya me alimento de Pink Floyd, ah, amigo Gilmore, Wish you were here!

Septiembre de 2005

miércoles, octubre 26, 2005

Algunas nociones de repostería





“El trabajo es el ingrediente principal de la felicidad a la cual aspiras, y toda alegría se hace pronto insípida y desagradable cuando no proviene de fatiga e industria ” ( David Hume )

Una de estas noches de zapping indolente me reí con ganas contemplando por casualidad el enésimo berrinche de Gustavo Bueno, encorajinado ante la estulticia, evidente por otra parte, de sus contertulios. El filósofo afeaba entonces lo infundamentado de los juicios que se le ofrecían en bombardeo tautológico por doquier, anclados entre el “pienso de que” y el “respéteme mis creencias”. A lo mejor, la culpa la tiene él por sentarse con quien no debe y por discutir con quien no se puede. En seguida, la situación me proporcionó pasto suficiente para buscar analogías poético-políticas muy al hilo de los últimos acontecimientos ligados al cambio de gobierno, pues en aquel rechinante debate se discutía sobre la conveniencia o no de impartir religión en las aulas, una vez que el nuevo gobierno se encargue de convertir la non nata Ley de Calidad de la Educación en papel convenientemente mojado.
Cabría pensar que para un gobierno socialista el momento sería idóneo para enviar a las religiones de vuelta a sus parroquias, mezquitas, sinagogas o salones del reino e instaurar en los institutos y colegios, como mucho, una especie de “historia comparada del hecho religioso”, o alguna gaita por el estilo de las que quería instaurar el PP, o simplemente nada, esto es, ganar dos horas lectivas para otras cuestiones más prosaicas y más científicas. Pero no, parece que se pretende mantener el statu quo reinante hasta ahora según constaba en la Logse socialista, es decir, o el alumnado estudia religión o se le entretiene pasmando en distintos grados de consciencia esas dos horitas semanales no evaluables supongo que para contentar a algún sector notable de votantes. Y aquí topamos con el problema principal, el mismo, por cierto, que aquejaba a Martínez de la Rosa, cuyas compulsivas ganas de agradar le granjearon el poco caritativo apodo de “rosita la pastelera” cuando oficiaba de cabeza de algún que otro gobierno de Fernando VII, aquel rey desgraciado, pío e ignorante, como le definiera Talleyrand. En fin, que pese a conformar una democracia afortunadamente laica, basada en el sano individualismo y en la igualdad legal, no sólo vamos a continuar subvencionando generosamente a nuestra iglesia católica, ya convenientemente subvencionada, se supone, por sus parroquianos, sino también a los simpáticos imanes wahhabitas, de inspiración saudita, tan generosos y comprensivos con el occidente liberal y tolerante que los acoge, también a los pastores de la grei protestante, siempre como perdidos en la meridional España y supongo que a este paso hasta al Gran Muftí de Jerusalén. Claro que a estas alturas su concurrencia a los institutos se da por imprescindible, no vaya a ser que se tuerza alguna vocación de las de “respete mis creencias”, por suerte no existen clérigos nazis, sino son capaces de meterlos también en el saco subvencionador, ya que se deben respetar, a lo que parece, todas las sensibilidades.
Un pastelero es, entonces, quien desea contentar a todos y que, consecuentemente, termina por no contentar a nadie. En este sentido, algunas de las últimas frases públicas de Zapatero, producto en mi opinión de una izquierda excesivamente comprensiva con el indolente, producen cuando menos inquietud. Aquella de “estamos por la igualdad en educación” me causa especial pavor y dentera. A menudo tal aserto verbal enfatiza un deseo legítimo: la igualdad ante la escuela, para ocultar otro terriblemente injusto: la igualdad en la escuela, o el café para todos independientemente del esfuerzo y del trabajo de cada quien, cuyos resultados más que lamentables, léase ESO, promoción automática incluida, están a la vista de todo el que tenga ojos para ver.
Lo mas gracioso del caso es que todo este fracaso ideológico se pretende empañar con una especie de “profusión tecnológica”, donde los nuevos medios informáticos se ponen en valor casi sacrosanto, considerados como panacea educativa, cuando las más de las veces permanecen infrautilizados en las escuelas por falta del exhaustivo mantenimiento que precisan, también por la escasa formación de los usuarios, la carencia de materiales verdaderamente útiles y lo sospechosamente efímeras que resultan las prestaciones de cada nuevo aparato. Sin embargo no todo es tecnología, recuerdo muy bien la chusca anécdota de los ingenieros aeroespaciales soviéticos a los que sus homólogos estadounidenses explicaban orgullosos que habían logrado crear un bolígrafo que en virtud a un ingenioso sistema de bombeo, permitía escribir en situación de ingravidez. Cuando preguntaron a sus colegas rusos cómo habían solucionado ellos el problema, éstos respondieron simplemente: “nosotros usamos lápices”.

abril de 2004

El Fuero y el dinero





La palabra que se dispone en el justo medio del frontispicio de la doctrina liberal es, según todos saben: Igualdad o Egalité si se quiere ser mas clásico. Esta igualdad de la que hablaban los primeros revolucionarios norteamericanos y franceses se refería naturalmente, no a uniformidad, ni siquiera a igualdad económica, sinó a la simple y llana igualdad de todos los hombres ante la ley. Un principio claro, razonable y entendible por cualquiera, independientemente de su adscripción política.
Supuestamente, los sucesores del pensamiento liberal que son los estados constitucionales, llamados ahora “de derecho” como si en el Antiguo Régimen no hubiese leyes y pragmáticas hasta debajo de las piedras, deberían obligarse a preservar una desiderata de tan evidente corrección moral y de tan clara utilidad pública, pero no lo hacen ni siquiera por asomo, prefiriendo tomar el rábano por las hojas con el fin de no molestar a los que más se quejan.
Gracias a esta confundidora falta de criterio y equidad ocurre que si hoy en día uno se muere en España, o en el Estado Español según preferencias, sus herederos deberán cotizar a la hacienda pública esa especie de tristísima Luctuosa que se llama impuesto de sucesiones, debiendo cotizar la viuda o el viudo un buen dinero por, sirva como ejemplo, continuar viviendo en el pisito donde ya vivía desde siempre. Sin embargo, y aquí está lo curioso, si se muere uno en esa parte del Estado que se llama Euzkadi, sus herederos no tendrán que pagar nada en absoluto por concepto de defunción. De la misma manera, es sabido que para una empresa de lo que sea resulta mucho más barato establecerse allí que en ninguna otra parte del territorio nacional. También se da el hecho poco equitativo de que un funcionario cobra en el País Vasco o en Navarra una media de 9.000 Euros más al año que su homólogo gallego, catalán o castellano, que ya es cobrar teniendo en cuenta los magros salarios funcionariales, realizando como realizan idéntica función. Podríamos seguir así hasta el infinito, pero no es necesario para constatar que los españoles del 2003 no somos iguales ante la ley, desde luego no ante la ley de presupuestos o ante las leyes fiscales.
Y aquí radica el equívoco, nada tiene que ver la economía privada de Juan Pueblo con los fueros o con los hechos diferenciales, que son formas de administración y gobierno, la diferencia de amparo económico entre españoles es otra cosa, es pura discriminación y culto al privilegio. El mismo privilegio que señoreó la vida profunda de la Península Ibérica durante toda la edad Moderna y buena parte de la Contemporánea, entonces se dictaba por pactos mas bien oscuros quien era, por simple nacimiento, hidalgo y quien pechero, es decir el que paga; dónde se mantenían los puertos secos, emporios del contrabando, y donde no; quién contribuía a las guerras de la Corona y quien no; quién pagaba sus impuestos por cupo o concierto y quien por la onerosa alcabala...Privilegios todos privativos de los mismos territorios donde ahora existen nuevas y substanciosas ventajas económicas para sus ciudadanos. Resulta, entonces, que estamos ante el mismo perro vestido con distinto collar, aunque nadie quiera expresarlo así, por razones que desconocemos aunque las podamos suponer.
Así que el privilegio que parecía fantasma de un pasado mas bien tenebroso de “Dios y leyes viejas” adquiere ahora plena vigencia. Y a uno que se confiesa razonablemente jacobino se le abren las carnes pensando que por designio constitucional forma parte de los pecheros sin concierto ni cupo que deben pagar luctuosas y alcabalas.
Como la cosa parece no tener arreglo, que no lo tendrá, estoy por solicitar al subdelegado del gobierno que me considere lo antes posible liberado de mi condición de funcionario de la Xunta de Galicia, a los efectos de verme adscrito a los servicios vascos. Así, en vez de Don Manuel, resolvería sobre mi salario el colérico Arzalluz, mejor para mí, como en Euzkadi la paga extra supone justo el doble del salario mensual, los agentes de viajes y touroperadores estarán encantados conmigo, en vez de irme al pueblo de mi mujer en agosto igual me voy al Caribe y aprendo de una santa vez a bailar eso que llaman merengue.



Julio de 2003

De civilizaciones y otras insensateces




"E predicando tutto quello anno in Firenze, tre cose continuamente proposi al popolo: la prima, che la Chiesa se avena a rinovare in questi tempi; la seconda, che innanzi a questa rinovazione Dio darebbe un grande flagello a tutta Italia; la terza, che queste cose sarebbono presto” (Girolamo Savonarola).

Con ese estilo tan peculiar que tiene de simplificar las cosas, micer Zapatero se ha quedado aparentemente muy contento con ese slogan o divisa o idea o lo que demonios sea, que da en llamar “alianza de civilizaciones”. Suele explicarla como una especie de sacralización de su palabra más querida: “tolerancia”, es decir que se trata de tener buena mano, mucho talante y tragaderas suficientes para aguantar lo que vaya viniendo de latitudes más o menos orientales, mochilas explosivas incluidas y, por medio de la buena educación y el mejor rollito ir volviendo a estos descarriados al redil de la libertad que ofrecen las sociedades abiertas. Ocurre que, en mi opinión, no es necesario aliarse con civilización alguna porque tanto en ese oriente atribulado, como en el cada vez más dolido occidente, lo que abunda es el personal civilizado, esto es, respetuoso con las vidas y las creencias del prójimo. Hablar por tanto de aliar civilizaciones es una descomunal tautología que confirmaría la flagrante estupidez de considerar al Islam como la ideología responsable de arropar a un puñado de bárbaros sin entrañas, a los que hay que reconvertir en probos ciudadanos, espero que no a través de la Logse, para que se olviden de matar a fin de obtener sus setenta vírgenes en el paraíso y se apliquen en producir como la generalidad de los mortales. Esta oculta forma de tomar la parte por el todo denota desconocimiento y un velado desprecio, no por las “civilizaciones” que es un concepto bastante vetusto, producto de la historiografía británica más rancia, sino por las culturas que, estas si, son legión. No debemos mostrar excesivos inconvenientes a que cada quien idee y viva en su universo paralelo, no se trata de eso, se trata solamente de luchar de manera inteligente contra el integrismo que nos asesina gratuitamente. El problema me trae inmediatamente al pensamiento la historia de la Florencia renacentista, aquella nueva Atenas, proporcionada, áurea, neoplatónica y geométrica, creada por la inteligencia de Marsilio Ficino, Pico Della Mirandola o Lorenzo Valla, bajo el sereno mecenazgo de Lorenzo el Magnífico. En aquella república asombrosa todo fue progreso, buena filosofia e inteligencia durante mucho tiempo, hasta la llegada al convento de San Marco de un fraile Dominico, natural de Ferrara, que se llamaba Savonarola. Sus inflamadas prédicas contra la nueva y bella manera de ver las cosas acabaron muy pronto con la industriosa alegría florentina, Lorenzo de Médici llegó a pedirle perdón antes de morirse de pena, Botticelli pronto cambió sus espléndidas Venus, Pallas y Floras por cientos de extraños y compulsivos bocetos que pretendían reflejar fehacientemente el infierno del Dante, un joven e influenciable Miguel Angel pasará de pintar Venus con aspecto de vírgenes a reflejar Vírgenes con aspecto de madres dolorosas, en lo que fue un triste y general sometimiento a la oscuridad y a la intolerancia. No, la historia aconseja no aliarse nunca con quien ni te entiende, ni te respeta. Al contrario, los florentinos hicieron con Savonarola lo mismo que nosotros debemos hacer con el terror, deshacernos de él, no buscar alianzas con la peregrina esperanza de que nos comprendan, jamás lo harán

Julio de 2005

martes, octubre 25, 2005

Transgresores de salón





“Si Mr. Mutt construyó o no con sus propias manos la Fuente no tiene ninguna importancia. él la eligió. Tomó un objeto de la vida diaria, lo reubicó de manera que se perdiera su sentido práctico, le dio un nuevo título y punto de vista y creó un nuevo significado para ese objeto ”
(Marcel Duchamp, 1917 )

En 1917, Marcel Duchamp recibió la invitación de la galería Grand Central de Nueva York para formar parte del jurado de una exposición de artistas independientes. Aprovechando la ocasión, Duchamp remitió de forma anónima a la galería neoyorquina un urinario de porcelana realizado presuntamente por un enigmático R. Mutt. El artista llamó "La Fuente" a aquel objeto, causando un considerable revuelo en la crítica de entonces. Recientemente el célebre urinario ha sido elegido por un grupo de expertos como la obra de arte más influyente del siglo XX, por delante de "Les Demoiselles d'Avignon" de Pablo Picasso. Sorpresivamente, o tal vez no tanto, " La Fuente" logró un 64 por ciento de los votos frente al 42 por ciento obtenido por "Les demoiselles". El jurado no ha sentido la necesidad de justificar especialmente su elección, sin embargo parece claro que lo que se ha tenido en cuenta ha sido el esfuerzo del dadaísta por romper con la concepción de la obra artística entendida como singular y única. La introducción de objetos industriales, ya fabricados (ready-made), para extraerlos de su contexto útil y convertirlos en esa “otra cosa” dotada de una nueva identidad y digna de ser vista con nuevos ojos en un museo o en una galería, tiene mucho que ver con la poética artística del siglo XX y en especial con todo el arte llamado conceptual. No parece por tanto una mala elección, aunque sólo fuese por la relevancia histórica que supone.
Sin embargo, tal vez debamos tener en cuenta que cuando el gesto de Duchamp cundió en el mundo artístico, inauguró de alguna manera una especie de pandemonium de presuntos transgresores contraculturales que, a lo que parece, llevan un siglo tratando de convertir la excepción en regla, vendiendo poco más que aire o trajes del emperador con la anuencia de una crítica cada vez más temerosa y más papanata. Así, a vuelapluma, recuerdo por ejemplo obras como la del artista de Brooklyn Andrés Serrano, quien en 1987 presentó su trabajo “Piss Christ” (orina Cristo), en el cual sumergía en sus propios orines un crucifijo, u otras obras presuntamente igual de escandalosas como los animales seccionados de Damien Hirst, la Virgen María realizada con excrementos de elefante por Chris Ofiili o los niños clonados y los sexos distorsionados de los hermanos Chapman y tantas otras que podríamos citar. Es un poco como los arcos de palabras recientemente dispuestos para conmemorar la Navidad en el madrileño paseo de Recoletos por la artista austriaca Eva Lootz, en mi opinión un ejemplo más de este gusto por epatar tan caro a la legión de artistas émulos del gesto duchampniano. Aquí en sustitución de las tradicionales campanillas, bolas y demás mandangas navideñas, se pueden leer conceptos como: casino, perfil, relieve, turrón, resaca, consejo, gozos, canalla, estupro, suerte, conciencia, reparto, nido, serpiente, inútil, garaje, completo, billete, adorno, reserva, destino, dignidad, alegría, almíbar, consuelo, lujuria o saña. Retahíla desordenada que la artista define como un “poema léxico”, aunque a mi más bien me parecen los malos pensamientos navideños de Ebenezer Scrooge puestos por escrito. Como justificación teórica de tanta genialidad podrían servirnos las palabras del mismo Andrés Serrano: "No hay limitaciones morales cuando se trata de arte, con la excepción de aquellas que el artista decide seguir con su conciencia." Si no fuese porque sencillamente no me lo creo. Me parece sospechosamente facilón transgredir contra aquello o aquellos que sólo protestan, si es que lo hacen, con la palabra. Creeré a los transgresores cuando se la jueguen de verdad contra la intolerancia y el integrismo que son los verdaderos males del siglo. Dicho de otra manera, les creeré cuando fabriquen, por ejemplo, un retrato de Sabino Arana hecho con sus propios humores corporales o cuando sumerjan en orines la imagen de algún Santón islamista, de esos capaces de largarte una Fatwa que te arruine la vida para siempre. Entonces me parecerán auténticos y no tendré empacho alguno en admirar su credo contracultural, entretanto me seguirán pareciendo simples transgresores de salón, humo, nada. Claro que a lo mejor tampoco hay que morir por el sustento.

diciembre de 2004

domingo, octubre 23, 2005

Pregón literario para la fiesta del libro, A Coruña, primavera de 2005





“De escritores y escribidores”


Sr. Concejal de Cultura, Sr. Presidente de la asociación coruñesa de libreros, señoras y señores:

Tienen que saber que pertenezco a esa generación de coruñeses que todavía conocemos este maravilloso espacio en el que nos encontramos como “el Relleno”. El topónimo “Jardines de Méndez Núñez” era para nosotros entonces una denominación más bien vacía de contenido, propia de guías turísticas y útil sólo para la orientación de foráneos más o menos extraviados. Y es que este espacio privilegiado suponía, aún supone, para todos nosotros una especie de lugar propio y encantado donde cualquier cosa podría suceder, también una escuela de la vida imprescindible para captar como se debe las esencias coruñesas.
La mayoría de nosotros conocimos por primera vez el Relleno cuando aún nos veíamos obligados a viajar en aquellos soberbios coches de bebé de color inevitablemente azul, llenos de relucientes cromados, con grandes ruedas de goma blanca, que nos proporcionaban confort, quien lo duda, pero también una visión del mundo más bien angosta y fragmentaria. Aquí dimos también nuestros primeros pasos temblones bajo la lluvia, entonces llovía casi siempre, y conocimos por primera vez lo divertido que es dar de comer a las palomas y porqué, a veces, resultan tan enojosos los estorninos. Luego vinieron las primeras amistades infantiles, siempre las más sólidas y gratificantes, a la par que nos íbamos impregnando de aromas familiares ya perennes en nuestra memoria, ¿quien no recuerda, por ejemplo, el olor a calamares fritos que venía hasta nosotros, sugerente a media tarde, desde los fogones de aquel antiguo Copacabana de arquitectura comprometida y paredes amarillas? Bien es verdad que en general debíamos conformarnos con la merienda que nos traían de casa, ¡maldito jamón de york!, sin embargo, de tarde en tarde, mamá o la abuela cedían un tanto y nos compraban aquel mítico bocadillo de calamares, que se presentaba con el chusco extrañamente cortado al bies y bastante cicatero en su aporte de cefalópodos fritos, que venían sujetos por un palillo, casi encaramados a él, supongo que por miedo a caerse de tan débil soporte. Aún así, aquel bocadillo humeante nos parecía igualmente la quinta esencia del placer culinario. Cuando, de tarde en tarde, conseguíamos hacernos con uno de ellos, lo exhibíamos como un trofeo, como si hubiésemos conquistado el Gurugú y no solamente la fortaleza irreductible del bolso de nuestra madre.
Pero apuntaba al principio que el Relleno resulta para quien lo conoce de infante una escuela de la vida. En efecto, yo que he sido un niño más bien protegido de contingencias y arropado en todo tiempo por el sector femenino de mi familia, he de reconocer que aquí tomé contacto por vez primera con alguna de las maldades esenciales que desdoran el mundo. Recuerdo tan vivamente como si hubiera sido ayer mismo, que un mal día, con no más de 6 o 7 años, estaba disfrutando lo indecible con uno de esos paquetes de patatas fritas, también del Copacabana, arduamente conseguido tras mucho suplicar, cuando por sorpresa y sin anuncio alguno, un mozalbete de malas intenciones que pasaba a mi lado, me arrancó sorpresivamente el paquete de las manos. Luego, sin decir palabra, se marchó tranquilamente, sin siquiera mirarme. Mientras lo observaba alejarse comiéndose impunemente mis patatas, constaté ya para siempre que en la vida no todo el monte es orégano, y que hay que guardarse en lo posible de los individuos a los que gusta vivir de los demás, sobre todo si éstos se muestran empecinados y violentos.
Entre los tesoros domésticos que conservo más celosamente se encuentra una de esas cajas de cartón donde vamos almacenando viejas fotografías. Y la verdad, muchas de las más antiguas fueron hechas, naturalmente, en el Relleno. Por entonces había en Coruña dos variantes de fotógrafo, aquel que solía deambular por los Cantones o la Marina en busca de clientes, todo coruñés posee su correspondiente foto familiar paseando por los cantones, y el que ofrecía sus servicios desde su caseta anexa a la estatua de Daniel Carballo, marqués de Brambazán, aquel pequeño habitáculo que tenía un espléndido caballo tordo de cartón a la puerta que atendía al nombre de Lindo. Hacerse allí una foto con pistolas de madera pintada y un ostentoso sombrero mejicano era un ritual casi iniciático que nadie debía rechazar si no quería concitar la mala suerte. Presumo de tener una buena media docena de estas fotos en diferentes poses y actitudes, algunas ciertamente poco afortunadas, pero la más querida es sin duda aquella en que aparecemos mi padre y yo, caballeros de fortuna a lomos de Lindo, el que suscribe aún usando pantalones cortos y gorrilla de paja al estilo Guillermo Brown y él, alto, rotundo, sonriente, tan grande y tan generoso como era. Cada vez que vuelvo a contemplar esa foto, regresa a mi el dulce recuerdo de aquellos años infantiles de felicidad completa en su compañía. De mi padre conservo además de su cálido recuerdo y algunas fotos como esta, varios centenares de libros y un sextante, material para mí precioso y evocador que, seguramente, resulta ser el principal responsable de mi gusto por el oficio de escribir
Sospecho también que una parte de mi vocación literaria debió nacer aquí mismo, en algún punto topográfico situado entre el atávico monumento a Curros y la romántica estatua erigida en honor de la Pardo Bazán. A ambos los miré siempre con reverente admiración, como dioses clásicos, serenos e inalcanzables desde sus tronos de piedra. Todavía hoy en día gusto de esos espacios mágicos, siempre es para mí un placer contemplar sin prisa, mientras pasturo a los niños en el tiovivo con paciencia de herbívoro, la fuerza creativa de Francisco Asorey y lo certeramente que dio en plasmar las esencias galeguistas del autor de Aires da miña terra. Tengo para mí que este monumento, de estar plantado en alguna plaza de Paris o Buenos Aires sería sin duda de los más celebrados por la caprichosa y por veces errática crítica contemporánea.
En cuanto a la estatua de la autora de La Tribuna, he de decir que ese espacio ha sido siempre uno de mis favoritos, una escritora justamente célebre, tan elegantemente dispuesta además, entre árboles centenarios, acodada a una blanca balaustrada; bueno, siempre que me detengo allí, siento como si una mano amiga me hubiese transportado a Versalles o a Hapton Court o a alguno de esos jardines tardo barrocos de geometría de ensueño en que nos imaginábamos que vivían los personajes fabulosos de nuestros cuentos infantiles, también los bucólicos pastores de Garcilaso e incluso las voluptuosas ninfas, nereidas, oréades y dríades de Hesíodo. Fue, claro es, entre estos idílicos paisajes donde di y me dieron el primer beso, también donde, eso ya me pesa más, aprendí a dar caladas a un cigarrillo, uno de aquellos que se compraban sueltos en los carritos del regaliz.
No obstante, y a fuerza de ser sincero, no puedo achacar ni a Curros ni a la Pardo Bazán mi gusto general por la literatura y en especial por la novela histórica, tengo para mí que eso fue más bien cosa de Emilio Salgari, del cine y de los caballitos de pedales del Relleno. Aquellos jamelgos de cartón sujetos a un carrillo-bicicleta eran para los críos de mi edad las cuadrigas del circo de Antioquía, nosotros mismos éramos trasuntos de Judá Ben-Hur, todos a la vez, nunca conocí a nadie que quisiese ser el romano Mesala por mucho carro griego que tuviese. Tanto empeño le poníamos a nuestras carreras que se nos llego a prohibir la asistencia a la atracción durante una buena temporada, al parecer representábamos un serio peligro para el normal deambular del procomún, no importa, el daño estaba hecho, la literatura y la historia se habían vuelto ya referentes inevitables para mí.
Y no me arrepiento, nunca lo he hecho, en este gusto no soy desde luego el único, un simple vistazo a las listas generales de ventas señala que el género de la narrativa histórica se encuentra siempre entre los preferidos de los lectores. Si esto es así tal vez desde Walter Scott o Alejandro Dumas, en España resulta un hecho muy visible desde la célebre publicación en 1982 de “Las memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, significativamente alabadas por Felipe González coincidiendo con su llegada al poder. Ahora algunos hechos recientes y absolutamente dispares entre sí han suscitado comentarios suficientes como para revitalizar el eterno debate sobre el género. El primero, una curiosa elección para un regalo egregio: la escogida edición de “El doncel don Enrique el Doliente” (1834) de Mariano José de Larra, el segundo, el reciente estreno de la película “Capitán de mar y guerra” basada en las novelas de Patrick O’Brian. A estas circunstancias podríamos añadir otras tantas, por ejemplo la publicación de “El caballero del jubón amarillo” última entrega de la exitosa serie del capitán Alatriste, fruto de la pluma ácida y directa de Arturo Pérez Reverte, pero tampoco es necesario insistir más en un hecho evidente. La novela histórica es un valor en permanente inflación y goza de buena salud en todas partes, véase sino las excelentes novelas creadas por Alfredo Conde (Azul cobalto) y Xavier Alcalá (Alén de nós) por poner ejemplos próximos.
Las razones de esta realidad pueden ser muchas, pero personalmente me gustan los argumentos que proceden de la experiencia. Así, por ejemplo, mi editor y amigo Josep Mengual siempre apunta a nada que se le pregunte que la narrativa histórica de éxito suele ser primero novela, es decir posee calidad literaria en sí misma, aportando además fidelidad a la historia como valor añadido. Una combinación que, en su opinión de lector voraz, tampoco se encuentra siempre. Así, abunda la novela muy fiel a la historia pero poco novelesca y la novela de discurrir apasionante pero plagada de imprecisiones a la hora de reflejar las costumbres y los modos de vivir de otro tiempo. Siendo que, en el fondo, lo que el lector pide a una novela histórica es lo que en realidad solicita de cualquier novela, un buen relato, pero además y en este caso, conocimiento sobre la vida profunda de una época.
Son, en mi opinión, certeras reflexiones que explican éxitos editoriales antiguos, desde la novela por entregas del romanticismo hasta el Sinhué del finlandés Mika Waltari o el Espartaco de Howard Fast, significativamente prohibido por el franquismo y sólo muy recientemente publicado en castellano. También otros más recientes como el ya citado de Yourcenar o el no menos merecido de Robert Graves, obtenido en buena medida a partir de la excelente versión televisiva que de su “Yo Claudio” realizó en su día la BBC. Más tarde vino Umberto Eco y “El nombre de la rosa” para disipar cualquier duda o consideración de la narrativa histórica como género menor. Desde entonces nuevos hitos han ido aparecido en este permanente discurrir para solaz de lectores curiosos. Tal vez el mejor ejemplo de lo queremos decir resida en el fenómeno mediático que ha supuesto la obra de Patrick O’Brian, en realidad el mejor continuador de la tradición anglosajona de novelas navales centradas en torno a las guerras napoleónicas, una de las más visibles glorias británicas como se sabe. De hecho, los anglosajones se aplicaron con esmero en la tarea de crear un verdadero género dentro del género histórico. Nada extraño por otra parte, ya que la narrativa histórica es per se una verdadera fagocitadora de géneros, en ella cabe lo negro, cabe la aventura, cabe la novela de personaje, la de protagonismo colectivo, la de capa y espada, y todo lo que se le quiera poner detrás, pues, afortunadamente, en una novela histórica cabe casi todo.
Así, desde la obra pionera de Frederick Marryat (1792-1848) autor de narraciones tan sugerentes como “El buque fantasma”, “De grumete a almirante” o “El perro diabólico”, podríamos recordar aquí al más conocido de sus sucesores: C.S. Forester (1899-1966), creador del inmortal capitán Hornblower, también llevado al cine, ¿quién no recuerda a aquel Hidalgo de los mares encarnado por Gregory Peck? Tras él, cabe citar la obra de Dudley Pope (1925-1997), reputado historiador naval además de novelista, productor de series de novelas de amplia repercusión como las aventuras de Ramage.
En fin, parece por lo que venimos diciendo, que rigor y amenidad son tal vez las claves de la buena novela con telón histórico, esto, como casi todo lo que se puede decir en literatura, ya lo dejó dicho Cervantes en algún lugar de la segunda parte del Quijote cuando afirma: “La mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de dudoso y posible”. Así es que, las fábulas mentirosas, según Cervantes, deben ser escritas cuidando que “admiren, suspendan, alborocen y entretengan, de modo que anden a un mismo paso la admiración y la alegría juntas”
Parecida reflexión apuntaba poco después Tirso de Molina en su miscelánea “Cigarrales de Toledo” de 1621, cuando defendía que la buena narración debería consistir en “Fabricar, sobre cimientos de personas verdaderas, arquitecturas del ingenio fingidas”. Con esto siempre he estado de acuerdo, nada carga más la narración histórica que la fantasía injustificada, plagada de tipos grotescos con nombres extraños y anatomías imposibles. Sobre esto, siempre me gusta citar un párrafo de la nota de autor que presentó mi admirado Patrick O’Brian, en el frontis de su novela “La costa más lejana del mundo”, desde luego viene al pelo porque allí avisaba con claridad meridiana que su propuesta literaria narraba una historia imaginaria, pero en ningún caso pretendía presentar un asunto estrafalariamente fantástico, por eso avisaba honestamente que: “El lector no encontrará ningún basilisco que mate con la mirada, ni a un Hortentot sin religión ni modales ni lenguaje articulado, ni a ningún chino que sea cortés y tenga profundos conocimientos de ciencia, ni a héroes llenos de virtudes, siempre victoriosos e inmortales, y en caso de que aparezcan cocodrilos, el autor tratará de que no le causen pena cuando devoren sus presas”, no he encontrado en ninguna parte una mas clara propuesta de intenciones.
El mismo Jorge Edwards apuntaba hace bien poco a propósito de una documentada reflexión sobre la evolución de la novela, esa distinción no científica y sí más bien afortunada y divertida, a la que ya había hecho mención Vargas Llosa, entre escritores y escribidores. Recordaba así que habría que pensar alguna vez cuándo le dio a buena parte de la literatura actual por volverse autista, es decir, cuándo comenzó a discurrir por aquello que se quiso llamar el “espacio literario”, prácticamente desprovista de referentes exteriores, al menos si antes no se veían convenientemente distorsionados en la cabeza del narrador, para vivir parasitáriamente de sí misma.
Sin duda, la influencia casi hegemónica de dos genios creativos, James Joyce y Jorge Luis Borges, tuvo mucho que ver con eso, precipitó al mundo una cascada interminable de émulos fanatizados por un modo de hacer que en realidad es irrepetible. Una legión de verborréicos de lecturas mal asimiladas trata desde entonces de dar con la piedra filosofal de la verdadera literatura, cosa intangible y más bien huidíza, que si no sale a partes iguales del corazón y del trabajo no saldrá nunca de ninguna parte. Quiero decir que la vía del cripticismo intelectual puede, llegado el caso, disfrazar la nada, pero aún así desconozco a quien puede aprovechar tal modo de hacer, como no sea para actuar de bálsamo o salvavidas de la autoestima de los que quieren definirse como narradores malditos, especie literaria más numerosa a cada día que pasa. En este sentido, la boutade de Vargas Llosa, autodefiniéndose como escribidor en La Tia Julia defiende muy acertadamente la dignidad del antiguo y honesto oficio del contador de historias, del mero concretador de lugares, personajes y situaciones, cosa que no resulta precisamente fácil, aunque cuando se logra convenientemente consigue apariencia de linealidad y fluidez, características que las más de las veces son virtudes y no defectos, justamente por lo que vamos defendiendo.
Para muestra autorizada, no hay más que recurrir a Miguel de Cervantes, en mi opinión, escribidor y desde luego el mejor de todos ellos. En este año que celebramos por todo lo alto y como se debe el cuatrocientos aniversario del Quijote, me gustaría señalar que si algún escritor se caracterizó alguna vez por su general falta de afectación, por el desprecio de toda egolatría y de todo endiosamiento autosuficiente, fue precisamente el padre del Quijote. De hecho, este pregón que va llegando a su fin, será uno entre muchos, y más pronto que tarde será olvidado, más vale que así sea, porque el mejor de los pregones quedó ya escrito y bien impreso en 1605. Para mí, ninguno superará jamás el prólogo del Ingenioso Hidalgo, donde Cervantes, desde el principio hasta el final, se ocupa de impartir una clase magistral sobre las necedades que suelen adornar el discurso culterano hecho por obligación. Ya saben, andaba don Miguel meditabundo, pues habiendo engendrado el Quijote en una cárcel no encontraba palabras hermosas para prologarlo, ni, desclasado como era, frecuentaba por entonces condes o marqueses que pudiesen escribirle gentiles sonetos de presentación, ni tenía tampoco autores célebres que traer a docta colación, pues, como él mismo reconocía “ni tengo qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé que autores sigo en él”. Hasta que el buen amigo lector le aconseja que se fabrique él mismo los elogios, epigramas y sonetos, no teniendo luego más que buscarles un padrino o autor conveniente, ya sea el Preste Juan de las Indias o el emperador de Trapisonda, con esto, algún latín buscado sin mucho trabajo, del tipo: Non bene pro toto libertas venditur auro y las usuales citas eruditas que vengan al paso, es decir, si se habla de crueldad, se cita a Ovidio, si toca asunto de encantos y hechizos, a la Calipso de Homero o a la Circe de Virgilio, y por este método sistemático, en nada, el prólogo quedaba hecho. Tenía, como siempre, mucha razón Cervantes, a decir verdad, no conozco de entonces aquí prólogo, elogio, loa, glosa o pregón que no se halla fabricado con parecidos mimbres a los sugeridos por el maestro de maestros.
Tan cierto es y tan claro me parece, que no hace mucho me vi urgido a iniciar un capítulo con obligada alusión al amor. Puesto en tal brete y, como Cervantes, no teniendo qué acotar en el margen, hice lo más sensato, recurrí al prólogo del Quijote y consulté qué se decía al respecto. En seguida pude leer: “Si tratarédes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas.” El resto fué fácil, me ocupé de buscar los “Dialoghi di amore, composti per Leone medico, di natione hebreo, et dipoi fatto christiano. (1502)” de Yehudá León Abravanel (1460-1521), más conocido por León Hebreo y allí pude leer “El amor es un espíritu vivificante que penetra el mundo entero y es un vínculo que une a todo el universo”. Dudo que exista más exacta descripción del fenómeno, así que planté sin dudar la cita al principio del capítulo y me quedé bien contento.
Por tanto, visto lo visto, sostengo que siempre conviene echar mano de los clásicos, tenerlos bien cerca y no perderlos jamás de vista porque, amigos míos, no hay nada nuevo bajo el sol. Citando una vez más al divino manco les diré solamente: “Y con esto, Dios te de salud, y a mi que no me olvide-Vale”. Muchas gracias y gozosa lectura, si es bajo el arrullo protector de este entrañable parque que hoy nos acoge, mucho mejor.

http://www.lavozdegalicia.es/buscavoz/ver_resultado.jsp?TEXTO=3661067&lnk=SARTINE

sábado, octubre 22, 2005

Recordando a Zelig



“De niño, Leonard fue tiranizado por los antisemitas. Sus padres, que nunca se ponían de acuerdo y le echaban la culpa de todo, se pusieron del lado de los antisemitas. A menudo le castigaban encerrándole en un armario y, cuando se enfadaban de verdad se encerraban con él.
En el lecho de muerte, Morris Zelig dijo a su hijo que la vida era una pesadilla inútil, y le dio un consejo: ahorra burbujas de aire ” (Del guión original de Zelig, Woody Allen,1983)

Hay ciertas actitudes en las personas, en sus gestos, que proyectadas como una imagen nos recuerdan a otras. Ocurre de vez en cuando: ¿a quien me recuerda este tipo?, nos preguntamos con insistencia en silencio, incapaces de dar en el clavo al primer golpe de vista. Luego, un buen día, muchas veces tras el estimulante café de buena mañana caemos por fin en la cuenta…¡claro!
Pues claro –me dije no hace mucho en parecidas circunstancias- ¡ZP es Zelig! Muchos de ustedes recordarán a Leonard Zelig, el hombre camaleón. De creer el falso documental producto de la imaginación de Allen, este ciudadano corriente, de más bien nula personalidad y avanzada timidez, poseía la virtud de transformarse en la persona que se situaba junto a él. Así, si se le colocaba al lado de un indio Cherokee, inmediatamente la nariz se le volvía aguileña, la tez cobriza y le crecía al instante una fastuosa melena de un negro intenso con pluma incluida. Si se le situaba junto a un grupo de rabinos, le medraban al instante ampulosos tirabuzones y una luenga barba. En caso de que fuese conducido a un club de jazz, se volvía negro en el acto, arrancándose apasionadamente con el clarinete. Cuando, por casualidad, pasaba junto a una lavandería de Chinatown, sus rasgos devenían en orientales.
Pero no quedaba ahí la cosa, sus transformaciones de personalidad eran tan complejas que era capaz de transir también su espíritu y sus conocimientos. Así, Leonard Zelig podía hablar de tu a tu con el presidente de su país, como si fuese su más íntimo colaborador, si se le enfrentaba al gran Jack Dempsey, Zelig boxeaba con impecable estilo. Si era conducido a una tertulia con Eugene O`Nelly Podía pasar por dramaturgo sin esfuerzo aparente, también por músico virtuoso si se le sentaba junto a Duke Ellintong y su célebre orquesta. Ni siquiera resultaba sospechosa su presencia en el gabinete de guerra de Hitler, donde, gracias a sus repentinos conocimientos tácticos y a su facilidad para hablar un perfecto alemán con un leve acento de la Pomerania, era tenido por uno más de sus generales. Zelig era un prodigio de concordia y empatía, naturalmente caía bien a todo el mundo, sin embargo en algún momento se cansó de tan perenne transformismo y decidió recuperar su personalidad a través del psicoanálisis. Cuando al fin logró ser él mismo, dejó de interesar a la prensa y se perdió en el olvido.
La metáfora me vino a la cabeza cuando el otro día vi a Rodríguez Zapatero recibiendo a Pasqual Maragall en la Moncloa. Como efecto del encuadre de la cámara de televisión, por un momento aparecía el presidente allí plantado junto a la bandera catalana, luego pude ver que también estaba la española, pero la imagen ya me había quedado en la retina. Enseguida me lo imaginé con alpargatas y barretina recibiendo al president al son del clarinete. Luego no me costó trabajo imaginármelo cumplimentando a Rodríguez Ibarra en lucido terno goyesco y con montera, o saludando al cuerpo de bomberos de Madrid con un brillante casco plateado brotándole súbitamente de la cabeza o transido en mameluco timbalero el día de la exaltación de la batalla de Bailén. Eso sí, todo esto con el mérito que tiene transformarse y hablar a la vez en femenino y masculino sin equivocarse nunca mientras se bracea más o menos rítmicamente, lo dicho, un prodigio de empatía y concordia. No estaría mal si no fuese porque, como le ocurría a Zelig, tengo para mí que a ZP parece pegársele más de lo necesario el discurso de su contertulio y esto no suele ser especialmente recomendable sea este quien sea. Así que, a lo que parece, hemos pasado de ese prodigio de egolatría que era Aznar a un Leonard Zelig redivivo que le dice que si, que vale, que de acuerdo y hágase tu voluntad a todo el que pasa por su lado. En mi opinión un ejemplo más de nuestro particular modo pendular de gobernarnos.

julio de 2004

Para mi querido Woody


Si Jefferson y monsieur de Tocqueville levantaran sus nobles cabezas

“Entre las cosas nuevas que durante mi estancia en Estados Unidos llamaron mi atención, ninguna me sorprendió tanto como la igualdad de condiciones. Sin dificultad descubrí la prodigiosa influencia que este primer hecho ejerce sobre la marcha de la sociedad, pues da a la opinión pública una cierta dirección, un determinado giro a las leyes, máximas nuevas a los gobernantes y costumbres peculiares a los gobernados” ( Alexis de Tocqueville. La democracia en América )

Para los que desde siempre veneramos el semanario New Yorker donde, como es sabido, escriben con regularidad los tipos más listos y más divertidos de la costa este, desde Woody Allen hasta el paleontólogo recientemente fallecido Stephen Jay Gould, a menudo con el único y loable fin de convertir en pasables los arduos domingos del procomún, resulta duro, pero edificante a la vez, que su editor halla dado un paso adelante y se atreviese a publicar al alimón con la agencia Reuters las fotos de la ignominia general practicada por los soldados-carceleros de la prisión preventiva de Abu Ghraib. Así, nos vamos enterando con desagrado y asco que bajo las órdenes pusilánimes de una tal general Janice Karpinski forzada tal vez por el consejo de ese guantanamero con alma de doctor Menguele llamado Geoffrey Miller y seguramente con la anuencia del siniestrísimo Donald Rumsfeld y la de su patrón George W. Bush, se ha torturado sin compasión alguna a todo cuanto preso iraquí tenía la desgracia de caer en sus sangrientas manos. No diré nada sobre los malos sentimientos y la cruel torpeza de estos individuos, tampoco de su coeficiente intelectual, baste decir que a la soldado Lynndie England, protagonista miserable de algunas de estas fotos, sólo se le ocurrió decir como trasunto de explicación: “Creíamos que se veían graciosos así que les tomamos fotos" ¿Pero de dónde diablos han salido estos tipos? No extraña que el padre del infortunado Nicholas Berg, el civil estadounidense al que otros individuos igual de simpáticos le rebanaron el cuello sin compasión ante las cámaras, diga desde su profundo dolor que los Estados Unidos han sufrido un golpe de estado incruento y sordo, gracias al cual libertad y justicia se han convertido en meros discursos verbales desprovistos de todo sentido y alejados de cualquier realidad.
Y uno que en el fondo cojea de cierto romanticismo y procura repensar la historia siempre que le viene al paso, se acuerda hoy de una fecha. Fue el 12 de junio de 1776 cuando los patriotas norteamericanos, liderados por el generoso pensamiento de Thomas Jefferson, se dotaron a sí mismos de la carta de derechos de Virginia, madre de todas las constituciones que vinieron después, incluída la francesa. "Todos los hombres han sido creados iguales" redactaba Jefferson entonces, para señalar luego que estos mismos hombres "recibieron de su Creador ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". Aquellas palabras señeras puestas sobre papel por los virginianos resultaron ser el aldabonazo de partida para todos aquellos que sentían como ética necesaria la defensa de la dignidad y la libertad del hombre. No se quedaron ahí, el mismo Jefferson, junto con Washington, Adams, Franklin y los demás, se ocupó, a la vez que tenía no menos de siete hijos con su antigua esclava Sally Hemings, de propinar conveniente carpetazo y una por una a todas las lacras del Antiguo Régimen: instauró el hábeas corpus, a Rumsfeld no le vendría mal recordarlo, hizo eliminar de los presupuestos estatales las dotaciones destinadas al clero, declaró anticonstitucional toda ley contra la extranjería, abolió los delitos de pensamiento, “Una opinión equivocada puede ser tolerada donde la razón es libre de combatirla”, abogó siempre por la función terapéutica de la cultura: “No se debe ser demasiado severos con los errores del pueblo, sino tratar de eliminarlos por la educación”. Y, en fin, contribuyó a parir un país cuyas instituciones y leyes constituyeron por mucho tiempo espejo para los espíritus libres de todo el mundo. De hecho, La democracia en América del siempre brillante Alexis de Tocqueville se escribió sobre todo como aviso político destinado a señalar certeramente hacia donde debían tender las acciones legislativas en Europa.
Así que, pese a todo lo que vino después, léase la Doctrina Monroe, el imperialismo iniciado con la invasión de Méjico, el esclavismo, el Ku klux Klan, también pese a Nixon el mentiroso, al napalm y al agente naranja, pese a tantas cosas, habría que preguntarse dónde ha ido a parar el espíritu de aquellos ilustrados indomables, empeñados en liberarse a sí mismos de las fuerzas oscuras del privilegio y la dominación, el mismo espíritu y la misma voluntad que poseía desde su silla de ruedas Franklin Delano Roosevelt, una fuerza moral incombustible que ayudó decisivamente a barrer de Europa a aquellos tipos, también fundamentalmente simpáticos, llamados nazis.

mayo de 2004

Tristes Trópicos, un homenaje a Antonio Escohotado




“No veo, pues, que haya sido superado el prejuicio que concede a los regímenes definidos, en pura teoría, como progresistas, una inmunidad especial, que les dispensa, a la vez, de la democracia, del respeto de los derechos del hombre y de asegurar la subsistencia de los súbditos” ( Jean-François Revel: El conocimiento inútil)

Disfruto de unos días de semi-asueto en los que me hubiera gustado escaparme a Málaga a empaparme con ganas del ambiente de procesiones, viznaga y pescaíto frito, mirando mucho y pensando lo imprescindible, como solía hacer en la primera juventud. Pero no, esta vez me he quedado varado en casa y aunque sea por un buen fin, no puedo evitar un punto de melancolía que procuro empañar con algo de bossa-nova de fondo, un chorrito de buen whisky con cola y la lectura activa del último libro de Antonio Escohotado. Sesenta semanas en el trópico que es como se ha dado en llamar su última incursión literaria, merece una lectura pausada y liberada de obligaciones acuciantes. La verdad, nunca consigo obtener del todo ese estado prenirvánico, mas bien leo a salto de mata y cuando nadie me echa en falta, cosa que ocurre sólo en los tiempos muertos del día o cuando, por fin, todo el mundo se va a dormir, pero aún así disfruto enormemente de los párrafos que voy pudiendo leer casi clandestinamente. Con los ensayos y, ahora, diarios de Escohotado me ocurre lo mismo que con las novelas de Juan Marsé, los siento tan cercanos como si nos hubiésemos criado en el mismo barrio y hubiéramos recibido juntos las primeras letras, justo lo que no me ocurre tan a menudo con los que de verdad compartí esas circunstancias, hecho que confirma, por fortuna, que el pensamiento es libre, no tiene edad ni, por suerte, patria alguna, aunque tantos aquí y allá se empeñen en que uno debe pensar de tal o cual manera porque “pertenece a un grupo por nacimiento”, como si alguien tuviese el poder de elegir desde el mismo seno materno donde nacer, o su credo o la necesidad de poseer algún credo en especial. Lo que no es más que una “bagatela ilustre” como dejó dicho Voltaire, aunque muchos se ocupen de mantenerla, supongo que para conservar algún medio de vida disfrazado de ideales, en efecto, más cornadas proporciona el hambre que la poca vergüenza. Espinoza y Kant ya nos instruyeron con suprema honestidad de las ventajas de mantener la razón como única guía de pensamiento, pero un vistazo a los periódicos demuestra que seguimos sin hacerles el más mínimo caso, encomendando nuestras almas a todo cuanto gurú, santón o iluminado nos quiera convertir en dócil grei para, en el mejor de los casos, aligerarnos la cartera y en el peor conducirnos directamente al matadero, véase sino esa especie de Fort Apache en que se ha convertido nuestra Base España de Diwaniya.
El caso es que al bueno de Escohotado, entusiasta del cáñamo, se le ha dado esta vez por emprender un largo viaje a indochina con ocasión de un año sabático. A Escohotado lo supongo un tipo avisado y nada cándido, marchó a Tailandia con el corazón un poco roto por un reciente divorcio, cargado con su portátil, unos cuantos libros de economía política y el imprescindible CD de la Britannica en la mochila, amén de su nueva pareja y el retoño fruto de ese gratificante amor tardío. Supongo que también preparado para las previsibles incomodidades tropicales. Sin embargo, parece que Indochina superó todas sus expectativas sobre lo que podría allí encontrarse un honesto intelectual occidental. Amén de un clima infernal, donde si no te mata la bronconeumonía ocasionada por el aire acondicionado, lo hace la humedad del monzón permanente que favorece que hongos como melones germinen en la ropa que guardas en el armario, lo que más sorprendió a nuestro filósofo es que, debido a su piel blanca, se había convertido inevitablemente en un “Farang”, nombre que los Thai aplican a todo occidental, aunque originariamente debe provenir de farangset o sea français. Un Farang es en indochina una especie de imbécil rico que debe mantener una inflexible “cortesía con el nacional” que implica, entre otra lindezas, pagar entre tres y seis veces más que un tailandés por cualquier servicio, léase hotel, taxi, litro de gasolina o una simple cerveza. Esto, que puede resultar enojoso unos cuantos días de vacaciones se vuelve insultante si uno se ha de pasar un año en el trópico, lo que unido a la contemplación de gente occidental obesa y triste en busca de niñas prostituídas sin compasión, o la certeza de que hasta los monjes budistas, cuyo mayor deseo debería ser según su credo ni siquiera haber nacido, llevan siglos fomentando la construcción de inmensos palacios-templo para su propio solaz, le vuelve a uno nihilista en el trópico, convenciéndole, de paso, que sólo democracias razonables, unidas a una cultura que merezca tal nombre, pueden cambiar las cosas en el mundo. Tiene gracia comprobar qué pocas cosas han cambiado desde que el bueno de Claude Levi-Strauss, harto de la sociedad occidental, marchase a convivir con los indios Nambiguara de Brasil, a la vuelta, horrorizado del comportamiento de sus amigos selváticos, quiso llamar Tristes Trópicos a su trabajo de campo. En este sentido, nada nuevo bajo el sol.


abril de 2004

Sartine y el caballero del punto fijo. Una novela de Juan Granados

Criticadelibros.org
http://interplanetaria.com/ficha.php?id=sartinefijo
http://www.edhasa.es/
http://www.fnac.es/dsp/
http://www.interplanetaria.com/top.php?tipo=RES&gen=HIS

...Y Fukuyama tenía razón



«Mi observación, hecha en 1989, en la víspera de la caída del comunismo, era que este proceso de evolución parecía estar llevando a zonas cada vez más amplias de la Tierra hacia la modernidad. Y que si mirábamos más allá de la democracia y los mercados liberales, no había nada hacia lo que podíamos aspirar a avanzar; de ahí el final de la historia. Aunque había zonas retrógradas que se resistían a este proceso, era difícil encontrar un tipo de civilización alternativa que fuera viable en la que quisiera de verdad vivir, tras haber quedado desacreditados el socialismo, la monarquía, el fascismo y otros tipos de gobierno» (Francis Fukuyama, “Seguimos en el fin de la historia”, El País, 2001)

Lo recuerdo muy bien, fue en el verano de 1989, cuando Francis Fukuyama, un profesor estadounidense de origen japonés bastante desconocido hasta entonces, publicó en The National Interest su célebre artículo: “The end of history?”. Como es bien sabido, en aquel opúsculo de 15 páginas que dio lugar en 1992 a un libro más extenso de título similar: El fin de la historia y el último hombre, se pretendía constatar el hecho de que, coincidiendo con el desplome de la Unión Soviética, las ideologías no democráticas y antiliberales habían muerto definitivamente o al menos caminaban firmemente hacia su extinción, de modo que a la humanidad no le quedaba más que contemplar su evolución hacia un futuro convergente en lo económico y en lo político, donde sólo tendrían cabida en el mundo estados democráticos interrelacionados por la economía de mercado.
Aunque el profesor Fukuyama procedía en su artículo con un leguaje exquisitamente respetuoso y educado, suscitó más rechazo y más ira intelectual que el mismísimo Mein Kampf Hitleriano. Todo aquel que de cerca o de lejos se podía auto considerar pensador, filósofo o intelectual de la especie que fuere, se sintió en la imperiosa necesidad de arremeter contra el padre del Fin de la Historia utilizando toda una batería de vocablos despreciativos, donde los más leves lo calificaban de “burócrata fascista”, “lacayo del capitalismo”, o “tarado”, directamente. Recuerdo, por ejemplo, las indignadas soflamas enunciadas por dos tardo marxistas de postín, Josep Fontana: La historia después del fin de la historia (1992) y Perry Anderson: Los fines de la historia (1996). Que gozaban por entonces de un alto predicamento entre los universitarios españoles. Allí se podía leer casi por primera vez las alertas contra el peligro del llamado pensamiento único. Tantos años de atento estudio del universo marxiano no se podían liquidar de un plumazo, tampoco gratuitamente, si había que rizar el rizo, pues se rizaba sin sonrojo y con furor, de este modo se podían leer reflexiones de tan empecinado patetismo como las de Jorge Altamira: “A diferencia de Fukuyama, los socialistas no tenemos necesidad de revisar nuestros pronósticos. Desde mucho antes de la disolución de la URSS, caracterizamos que el inevitable hundimiento de los regímenes burocráticos se convertiría en un mero episodio del proceso de la descomposición capitalista”. Todavía más planas resultaron las conclusiones del célebre grupo “Historia a debate” que tras dos años de arduo trabajo concluyó, mostrando un soberano esfuerzo de profundidad intelectual, que la antigua definición de la historia como “la ciencia de los hombres en el tiempo” debía ser substituida por la mucho más correcta: “la historia es la escuela de los hombres y de las mujeres en el tiempo y en el medio ambiente”. Todo un empalagoso esfuerzo bienpensante destinado a complacer a los desapercibidos sin decir absolutamente nada. Sin embargo, Fukuyama no hacía entonces más que constatar una realidad, todo aquel que prueba la democracia liberal, termina prefiriéndola frente a cualquier otro régimen político, sea la teocracia islámica, el autoritarismo blando asiático o el neobolchevismo castrista. Pensar así no es ser fascista, sino partidario de una cierta isonomía o comunitarismo como se le quiere llamar ahora, donde la persona debe ser valorada por sus logros y por el grado de confianza que proporciona, y no por su status heredado o por el rol que se le asigna desde la tiranía. En fin, recientemente Fukuyama, pertinaz en su pedagogía de la libertad, nos ha regalado desde su atalaya privilegiada de la Johns Hopkins, nuevas reflexiones vertidas en forma de libro: La construcción del Estado. Hacia un nuevo orden mundial en el siglo XXI. (2004) Una obra que, como era de esperar, está suscitando tanta polémica como la anterior. Barrunto que es lógico que así sea, los apóstoles de la subvención a la producción cultural estéril, los respetuosos con los intolerantes, los gurús del ADN euskaldún, los profetas de la más miserable teocracia, tienen sobradas razones para preocuparse, hay quien ya les ha visto el plumero de su inconfesable y muy interesada ideología.




febrero de 2005